Por Andrea Franulic, 2018.
I.
¿Vamos a reconocer que la historia de las mujeres es la historia de la humanidad y que, por lo tanto, no puede seguir quedando ausente de la vida?
¿Descubriremos, en la historia y en el presente, a las mujeres que nos dan pistas de libertad, y las entrelazaremos unas a otras para crear genealogías de femenino libre, verdaderos caminos hechos de claros de bosque?
¿Buscaremos las verdades de nuestras antepasadas, las llamadas brujas, en el gran vacío desde donde se yergue la educación moderna y su racionalismo reduccionista?
¿Indagaremos en los grandes silencios culturales del patriarcado, que intervienen y rompen nuestras vidas, para sacar a la luz del sol sus contenidos, como la historia de las mujeres, nuestro cuerpo femenino, la existencia lesbiana, la relación madre-hija?
¿Dejaremos, las mujeres, por tanto, de buscar vanas respuestas en la tradición misógina de pensamiento masculino, que atraviesa artes, disciplinas y ciencias?
II.
¿Hablaremos en lengua materna para crear conocimientos y ya no en el lenguaje androcéntrico del conocimiento con poder, que falsifica la realidad, con sus tecnicismos y su pseudo-universalidad, distorsionando nuestra relación con el mundo y con nuestra propia experiencia?
¿Asumiremos que tras el sujeto genérico, pretendidamente neutro, y sus disfraces posmodernos, yace el sesgo masculino, en la vida y en el uso de la lengua?
¿Abandonaremos el régimen simbólico patriarcal con su lengua muerta, y sus renovados galopes de androcentrismo, encubierto ahora en el uso de la X o de la E?
III.
¿Vamos a abrir y a enriquecer la sexualidad, echando por tierra el modelo reproductivista y su falocracia coital: el contrato sexual, con sus instituciones como la heterosexualidad y la maternidad obligatorias, el matrimonio y los papeles consagrados de la familia?
¿Desmitificaremos que nuestro placer sexual coincide fisiológicamente con el del hombre?
¿Permitiremos que el cuerpo sexuado mujer exprese su potencialidad civilizatoria y simbólica, o volveremos a tratarlo como una molestia de la cual debemos liberarnos, o como un juego performativo que se duplica en los géneros, o como un dato intrascendente, crudo y biológico?
¿Estaremos conscientes de las falsedades de la revolución sexual y de la figura de la mujer emancipada, liberada y empoderada?
IV.
¿Revelaremos las usurpaciones, parcelaciones, silenciamientos y tergiversaciones que la educación hace de nosotras, en cada asignatura, cada escuela, cada liceo, cada universidad?
¿Desmontaremos la gran usurpación a la obra materna que la educación patriarcal plasma, al mismo tiempo que la niega, en cada uno de sus métodos, disciplinas, conceptos y prácticas?
¿Vamos a ir más allá de las dicotomías fundantes que cruzan los sistemas educativos, principal y urgentemente, de la división del cuerpo y la palabra, y luego de todas las demás que se desprenden de esta: sentir y pensar, privado y público, trabajo y amor, teoría y práctica, naturaleza y cultura, pasivo y activo, géneros femenino y masculino?
¿Aceptaremos que la libertad es sexuada, por lo tanto, la libertad femenina, que es relacional (1), es diferente a la libertad patriarcal, individual e individualista?
¿Conectaremos las verdades desde la visión holística del pensamiento libre de las mujeres, y relacionaremos la violación y el abuso, sufridos por las estudiantes, con la pornografía, la prostitución, la publicidad y la aniquilación simbólica (2) del cuerpo femenino?
V.
¿Despreciaremos los honores, las condecoraciones, los escalafones, propios de la lógica guerrera y fascista de la educación patriarcal?
¿Nos reiremos de los días sacros y patrios del calendario?
¿Desterraremos de nuestros imaginarios a los dioses y a las Ateneas?
¿Dejaremos de depositar en manos de un estado asesino, de una clase empresarial depredadora y de iglesias usurpadoras del orden simbólico de la madre, la esperanza de una nueva educación no androcéntrica, que deseamos tan fervientemente?
VI.
¿Estaremos atentas, con nosotras mismas y entre nosotras, a los cánones de vaginalidad que traen de regreso la medida patriarcal para valorarnos, o sea, para destruirnos?
¿Vamos a practicar el affidamento para ayudarnos a crecer unas a otras, en lugar de dejar entrar “el mal sagrado de la envidia entre mujeres”?
VII.
Para mí, una educación no sexista, mejor aún, una educación nueva, no institucional, como la que describe Virginia Woolf en su libro Tres Guineas, que encarna, alegóricamente, en un colegio joven, pobre y experimental, y quema, al mismo tiempo, la vieja educación patriarcal y sus hipocresías hasta los cimientos, se comienza a crear diciéndole Sí a cada una de las preguntas anteriores y a otras que puedan surgir. De no ser así, los bríos creativos del movimiento estudiantil feminista, que sacaron a la luz del sol la violencia masculina y los contenidos misóginos, instituidos en el sistema educativo, serán apagados con más de lo mismo; es más, desde el momento mismo que se expresaron algunos hilos subrepticios de libertad femenina (confundidos, por supuesto, entremedio del discurso sobre la condición femenina), intentaron enredarlos con políticas reformistas, discursos inclusivos, con la igualdad de los sexos, con teoría de género y políticas identitarias. Es decir, con las ideologías y acciones de siempre que solo suman a nuestra desvalorización social, porque, de una manera u otra, borran la potencialidad de la diferencia sexual femenina y, de esta forma, contribuyen a aumentar la violencia en contra de nosotras, las mujeres.
Por eso, quiero decirles Sí a las preguntas anteriores y que mi Sí evoque parecidos ríos profundos a los de la palabra Oc, que significaba Sí en una lengua, llamada, precisamente, lengua de Oc, que fue la lengua materna de las trovadoras y juglaresas, quienes fueron perseguidas por la Inquisición, porque defendieron el educar en el Amor, pues formaron parte del movimiento político de los y las Fideles Amoris, Fieles a Amor (donde se engarzan cátaras y cátaros, beguinas, curanderas, místicas, etc.), movimiento que rechazó el educar y el practicar la política mediante la fuerza y el poder, que ha sido la forma normalizada y naturalizada de relacionarse en el patriarcado. Debido a esto, fueron torturadas y quemadas como brujas (3).
La educación moderna patriarcal se erige, manchada de sangre, desde esta historia y hasta el día de hoy. Por esta razón, si queremos continuar transformando profundamente el sentido del educar, esta transformación debe ocurrir desechando los fundamentos mismos que sostienen el sistema educativo, descreyendo la mentira epistemológica en la que se sustenta, develando todas sus usurpaciones a las mujeres, a todas las mujeres: negras, blancas, indígenas, pobres, ricas, europeas, latinoamericanas, etc., a más de la mitad de la humanidad. De no ser así, “las herramientas del amo no desmontarán nunca la casa del amo” y, para algunas de nosotras, estas herramientas son las políticas reformistas, los discursos inclusivos, el ideario de la igualdad de los sexos, la teoría de género (con todas sus bifurcaciones, como las políticas identitarias), entre otras.
Pero no quiero terminar este texto con el discurso aplastante de la miseria patriarcal, sino con una cita textual que contiene una propuesta transformadora concreta, la de una práctica que se hila a la de nuestras antepasadas, que pone en juego importantes elementos de las preguntas del inicio, y va dirigida, sobre todo, a las profesoras, a quienes estamos en la sala de clases de manera cotidiana, en relación directa con las alumnas y los alumnos. Se trata, dice M. M. Rivera Garretas, del modo de estar en el aula, esto es, de llevar nuestro modo de estar en el mundo a todas partes, o sea, de estar en el aula en femenino, a lo que le encuentro total sentido, puesto que he encarnado varias veces esta experiencia cuando educo y/o enseño. Femenino no debe entenderse desde la codificación patriarcal, sino desde la experiencia sexuada, material y simbólica, que tenemos como mujeres. Es mejor que la deje hablar a ella con su lengua y voz, porque, como dice Luisa Muraro (4), cito a las mujeres que me in-citan:
“Estar en el aula en femenino no quiere decir feminizar la historia que ya hay; no quiere decir defender la vida frente a la guerra, la solidaridad frente a la explotación, el cuidado del medio ambiente frente a la depredación más o menos suicida de los recursos naturales …, aunque pueda querer decir todo esto. Lo femenino y lo masculino no son conjuntos cerrados de atributos que circulan por la sociedad y por la historia impenetrables entre sí y con vida propia; lo llamado masculino o cualquier atributo se hace femenino en mí cuando lo encarno después de haber tomado la decisión política de elegir libremente el hecho casual pero necesario de haber nacido en un cuerpo sexuado en femenino.
Estar en el aula en femenino quiere decir mirar a la historia y al público que tengo delante desde mi experiencia viva del mundo y no desde la experiencia de otro; desde una experiencia del mundo cuyo sentido no procede del sistema patriarcal sino de un orden simbólico nacido de las experiencias de las mujeres que han vivido antes que yo –mi madre, mis autoras favoritas, la masa de antepasadas que no han dejado datos archivables– y de las que viven en la actualidad…” (5)
NOTAS:
(*) Este texto y los dos que lo preceden surgen de mis charlas políticas impartidas en algunas facultades en paro feminista el año 2018: Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, Facultad de Humanidades de la Universidad de Santiago de Chile y Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile. Este en particular lo he reescrito para el Primer Conversatorio de la Contingencia Política sobre Educación Androcéntrica, organizado por Feministas Lúcidas, en agosto de 2019.
(1) Figura descubierta por la jurista de la diferencia sexual Lia Cigarini.
(2) Tomo el concepto de aniquilación simbólica de la lingüista feminista Mercedes Bengoechea.
(3) Ver Rivera Garretas, M.M. (2019). Las trobairitz: maestras del amor y la política en lengua materna. En http://www.ub.edu/duoda/web/es/textos/1/245/
(4) Muraro, L. (2013). La indecible suerte de nacer mujer. Madrid: Narcea.
(5) Ver el libro El amor es el signo. Educar como educan las madres (2012), María Milagros Rivera Garretas (p.28).