Tomar conciencia y tomar la palabra

Por Andrea Franulic, 2018.

 

En 1938, Virginia Woolf, en su libro Tres Guineas, interroga la clase de educación que están recibiendo las mujeres, cuyo ingreso a las universidades ha acontecido hace algunas décadas atrás. Le preocupa que estén participando de la misma educación que reciben los hombres, la cual prepara para la guerra y sus matanzas, dado su espíritu competitivo, su saber diseccionado y su organización en escalafones jerárquicos. Años antes, en 1929, había escrito Un cuarto propio, basado en una conferencia que imparte en un Colegio de Mujeres, en la que, entre otros temas fundamentales, les pregunta por la ausencia de las mujeres escritoras en las bibliotecas, y recupera una a una sus voces silenciadas, no para guardarlas y conservarlas en los polvorientos estantes, sino para revivirlas en nuestros pasos cotidianos del presente.

Adrienne Rich, feminista radical estadounidense, escribe, en 1979, un ensayo que titula ¿Qué necesita saber una mujer?, inspirado también en una charla que realiza en una Universidad de Mujeres, en la que interpela a las estudiantes y les consulta sobre qué herramientas reciben en esta instancia formativa para autodefinirse libremente o, con otras palabras, qué mujeres se les enseña como sus predecesoras para encontrar en ellas referentes y similares prácticas de vida, que les permitan significar el mundo y significar la propia experiencia: “¿No necesitan saber cómo se han institucionalizado condiciones aparentemente naturales como la heterosexualidad o la maternidad, para arrebatarles su poder?”.

Tanto Woolf como Rich nos alertan sobre el abuso simbólico del que hemos sido parte cuando hemos accedido a la educación y, especialmente, a la educación profesional. Este se sintetiza en la idea de que todo el conocimiento impartido en la escuela y en las universidades tiene un sesgo masculino, que nuestro ingreso a estos espacios ha tenido el costo de, como mujeres, ser inseridas en la tradición de pensamiento androcéntrico; por esto, no existe la neutralidad u objetividad en ninguna disciplina, ni tampoco en la ciencia, tras las cuales siempre ha yacido agazapado, aparentando universalidad, un sujeto teórico que se representa, prototípicamente, en el Hombre, así con mayúscula.

Todo este simbólico legitimado por las instituciones se perpetúa por una operación fundante y civilizatoria que consiste en negar nuestro cuerpo sexuado mujer, en borrar nuestra diferencia sexual femenina y su potencial. Una evidencia de esto es que el pensamiento libre de las mujeres y su genealogía no existen en el conocimiento con poder: las verdades y saberes de las Brujas se desdibujan en los libros de historia, de mitología y en los cuentos de los hermanos Grimm. Y como el discurso, en su trasfondo, nunca se ha separado de la práctica, esta negación primaria, de la diferencia femenina, que se expresa en el orden del discurso de las distintas disciplinas, también se manifiesta concreta y materialmente en el abuso sexual y en la violación de los cuerpos femeninos en las penumbras de los pasillos y aulas escolares y universitarias.

 

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