La “E” nos excluye y menos mal

Por Andrea Franulic

Dedicado a Nadia Rosso

Soy el espíritu vivo que no supiste describir
en tu lengua muerta
el nombre perdido, el verbo que sobrevive
solo en infinitivo
las letras de mi nombre están escritas bajo los párpados
de una recién nacida (Adrienne Rich).

Hace 5 años atrás escribí un texto para cuestionar el uso de la A en palabras como CUERPA (https://andreafranulic.cl/lenguaje/consideraciones-sobre-la-practica-feminista-de-cambio-linguistico-o-los-destellos-de-insolencia/), pensando este uso no por la motivación legítima de parte de las mujeres que esto tiene, sino por las implicancias más profundas que tiene la lengua, y el riesgo de generar cambios que se queden solo en la superficie. Hoy, el uso de la E ha desplazado a cualquier otro. En estas condiciones, prefiero, claramente, la A, pues la E es una invisibilizadora de las mujeres como siempre lo han sido las lenguas patriarcales. Esta E surge en el contexto de la disidencia sexual y la necesidad de nombrar la experiencia transgénero, pero borra a las mujeres como la misma corriente feminista que teoriza sobre dicha experiencia, el postfeminismo. Si las mujeres queremos transformar la lengua, o bien, dejar de usar una lengua que nos niega, el camino de la E no es el que posibilitará este deseo genuino y político. La reflexión de las feministas en torno a la lengua patriarcal y a la importancia de nombrar las mujeres nuestra experiencia, es de larga data. En esta ocasión, me gustaría presentar algunas de estas reflexiones, en especial, aquellas que provienen desde el feminismo radical y el feminismo de la diferencia respecto de la lengua androcéntrica y las alternativas para zafarnos de ella.

En principio, es fundamental aclarar algo que ya es muy sabido: la lengua es un espejo de la cultura y viceversa, y se intervienen mutuamente. Por eso, analizar la estructura de la lengua androcéntrica es muy esclarecedor para develar la estructura de la cultura patriarcal. Quiero partir con una teórica del lenguaje que es muy visitada por mí: Patrizia Violi, semióloga italiana del Pensamiento de la Diferencia. La autora analiza las estructuras de las lenguas que se hablan en el planeta y concluye que todas son androcéntricas. Esto claramente sucede, porque el patriarcado es universal y longevo, como sabemos. ¿Por qué son androcéntricas?, porque, en todas, la diferencia sexual femenina está inscrita en sus estructuras, pero siempre de manera negativa. Esto se puede representar y sintetizar por la siguiente ecuación: femenino es igual a no-masculino, y masculino es igual a humano. Es decir, si las mujeres se quieren identificar con lo humano, deben homologarse a los hombres; si no sucede así, quedan proyectadas en una esfera de lo no-humano. Tampoco debiese sorprendernos esto, pues sabemos que el mecanismo fundante de la civilización androcéntrica es la negación de la diferencia sexual femenina o, con otras palabras, la negación del cuerpo sexuado mujer.

Prefiero hablar de diferencia sexual en lugar de cuerpo sexuado, porque este último corre el riesgo de ser reducido a una mera categoría biológica y, la verdad, no es solo eso. Cuando nos referimos a cuerpo sexuado o a diferencia sexual, estamos aludiendo al cuerpo como fuente de significados, a la imposibilidad de separar el cuerpo de la palabra, a saber que el cuerpo, entonces, es tanto biológico como semiológico (creador de signos, de significados) y, por lo tanto, si la cultura patriarcal se esmera en negarnos, se debe a que, al mismo tiempo, niega el orden simbólico (conjunto de signos con sus significados), que se ha tejido a lo largo de los siglos desde la experiencia libre de las mujeres; es decir, niega otra posibilidad de crear cultura y sociedad, de relacionarnos con nosotras mismas, entre nosotras y con el mundo. Junto con esto, al no dar cabida a esta diferencia, que es primaria, que es un hecho irreductible en la humanidad (me refiero a nacer con un cuerpo sexuado), instaura una cultura unidimensional que deja fuera lo dialógico, la multiplicidad de la vida y la diferencia como principio existencial.

Por supuesto que la negación de nuestra diferencia se ha hecho de muchas formas (violándonos, matándonos, cosificándonos), y la lengua es una de estas formas, que opera en el nivel simbólico, pero su papel, como todo lo simbólico, es fundamental, dada la importancia que tiene para la especie humana, en comparación con las otras especies que habitan el planeta. Volviendo a Violi, ella nos dice que esta negación se imprime en la estructura profunda de la lengua, no en su superficie, pero se observa en esta última. Con superficie lingüística se refiere, por ejemplo, al paradigma de los géneros gramaticales. Justamente, en este, se aplican los cambios lingüísticos que provienen de distintas tendencias del feminismo o de aquellas que promueven un lenguaje no sexista: la –e es parte de esto. La negación de la diferencia femenina en los géneros gramaticales se expresa con el predominio del masculino y la absorción o “inclusión” del femenino en este; así, decimos los alumnos, los niños, el Hombre, etc., absorbiendo a las mujeres en estas expresiones. Como dije anteriormente, la lengua es espejo de la cultura y viceversa, entonces, en la civilización patriarcal, nuestras energías emocionales y creativas, así como nuestra fuerza de trabajo, también son consumidas por los hombres.

Pero la –e no está tampoco visibilizando lo femenino, al contrario, también lo absorbe (lo incluye). En el español, la –e es un morfema que expresa un predominio del masculino: estudiantEs, profesorEs, pescadorEs, doctorEs, etc. Sin embargo, el tema principal para Violi es salir de esta superficie. Pues si la negación de la existencia de las mujeres se inscribe en la estructura profunda de la lengua, todos los cambios que se hagan en la superficialidad no afectarán dicha profundidad; es más, el sistema de la lengua, tan flexible como es, incorporará estas modificaciones sin afectar su lógica interna, que seguirá siendo androcéntrica. ¿Y cuál es esta estructura profunda? La autora señala que la organización elemental del significado o del sentido es la estructura profunda de la lengua. Y esta se ubica en el límite entre el cuerpo y la palabra, cuya relación es indisoluble. Es decir, en la organización semántica profunda, radican todas las dimensiones del sentido que tienen que ver con la experiencia vital de tener un cuerpo, que es sexuado: las percepciones, las sensaciones, las pulsiones, las emociones, las intuiciones, los sueños, el inconsciente, la sexualidad, entre otras. Todas estas dimensiones son parte del lenguaje y son capaces de simbolizar la experiencia, o semiotizarla, o sea, significarla, transformarla en palabra.

Es en dicho límite entre cuerpo y palabra donde se imprimió, hace siglos, la diferencia femenina de modo negativo. Podríamos decir que, en este proceso fatal para nosotras, lo femenino, entendido como sentido libre de ser mujeres, mutó en “género”, en estereotipo codificado por el orden patriarcal. Pues el género, para nosotras, es eso, la absorción de nuestra diferencia en el masculino, convirtiéndonos en su límite negativo y en su condición de existencia, lo que el patriarcado ha llamado, falazmente, complementariedad, pero que las pensadoras de la diferencia denominan, con justicia, Régimen del Uno. Violi señala que hubo un corte histórico y civilizatorio entre la estructura profunda del significado y la experiencia de las mujeres y sus cuerpos. Este quiebre lo podemos explicar en el origen mismo del patriarcado (y en el origen mismo de cada vida que nace), que se relaciona con la pérdida de autoridad de las mujeres, de la mano de la expropiación de sus cuerpos (autoridad de ‘augere’, que significa ‘hacer crecer’; no quiere decir autoritarismo, esto es patriarcal).

Al respecto, Luisa Muraro, filósofa italiana del Pensamiento de la Diferencia, afirma que aprendemos a hablar de la madre y esto es, precisamente, la Lengua Materna, la que ha sido arrebatada por el conocimiento con poder, e institucionalizada por la educación formal. La pensadora describe este aprendizaje desde que habitamos la vida intrauterina y escuchamos las voces del exterior, principalmente, la del cuerpo que nos contiene. De esta manera, nacer, salir del útero al mundo, se debe al impulso de querer aprender a hablar, nos dice la autora, pues así como necesitamos el aire para respirar y lograr vivir, también lo requerimos para los órganos de la fonación y lograr hablar; en el inicio, son los primeros sonidos y balbuceos del habla, incluido el llanto. Una vez nacidas, es la madre quien nos amamanta y nos habla, nos canta, susurra o recita antiguos versos. A medida de que crecemos, nos va mostrando el mundo: a cada cosa le corresponde una palabra, un nombre. Y la montaña ES la montaña. Nos fiamos plenamente en lo que nos dice. El deseo primario de la palabra crea un vínculo relacional con la madre y esta relación se basa en la confianza. Esto es Lengua Materna y otro orden simbólico (el orden simbólico es la lengua que hablamos), basado en lo relacional, en la confianza, en el diálogo, en decir y escuchar. Por eso, la libertad de las mujeres es relacional y no individualista (de ahí que la figura de la Mujer Emancipada haya sido una trampa para nosotras), pues nos sentimos libres cuando nos sentimos en confianza con otras y otros, y vivir es estar en relación; no es estar en guerra con la vida y atraparla con dogmas.

Cuando la madre no está presente, siempre hay alguien que enseña la lengua en su lugar, en general, otra mujer. Es importante recordar que, innumerables veces, estas experiencias de nacimiento y crianza están llenas de dolor y abandono, están quebradas en las vidas de muchas y de muchos, porque nacemos en un mundo patriarcal donde la capacidad de procreación de las mujeres –justamente aquí radica el corte del que nos habla Violi– es usurpada e institucionalizada, transformada en servicio a los hombres y a su orden simbólico, basado en la violencia, la desconfianza, lo monológico. Esto implica que las mujeres quedamos sin origen y sin genealogía, por lo tanto, expuestas a las operaciones de negación de los hombres contra nosotras, a tener que significarnos en referencia a ellos, y a asumir sus fantasías y perversiones como propias. Así es. La Lengua Materna es usurpada al mismo tiempo que es usurpada la autoridad de la madre en la cultura patriarcal (repito: autoridad de ‘augere’, que significa ‘hacer crecer’; no quiere decir autoritarismo, esto es abuso de poder). La madre es desplazada por el Padre, por su palabra, su ley y su tradición de pensamiento misógino y falocrático. La maternidad es arrebatada para ser codificada como una “institución de vanguardia” de la cultura patriarcal, junto a la Heterosexualidad Obligatoria, plantea Adrienne Rich, escritora estadounidense y lesbofeminista radical. La relación de la madre con la hija es intervenida por el patriarca; es el vínculo genealógico primario donde el Padre irrumpe para arrebatarles el poder, entendido como fuerza creativa, a las mujeres.

De esta manera, se nos fragmenta entre el cuerpo y la palabra, volcándonos a aprender, en la enseñanza establecida, una lengua ajena, la androcéntrica, que nos niega y denigra desde su más profunda estructura, y nos obliga a sentirnos incluidas en el sujeto pseudo-genérico Hombre. Mercedes Bengoechea, lingüista feminista española, que estudia la teoría lingüística de Adrienne Rich, señala que tenemos dos nefastas salidas las mujeres frente al uso de esta lengua: el silencio o la enajenación. El silencio, no como imposibilidad de las mujeres, sino como una imposibilidad de la lengua misma, por lo tanto, representa nuestra resistencia a no querer hablar una lengua que nos niega o no nos interpreta. La enajenación (confusión y desequilibrio) surge cuando no queda otra opción, para ser escuchadas, que usar dicha lengua, y tener que percibir y organizar los elementos del mundo de manera androcéntrica y misógina. Ni la mudez ni la enajenación son salidas para nosotras. Quedarnos sin lengua propia es dramático, pues conlleva no poder codificar (a veces, ni siquiera lograr llevar al plano de la conciencia) nuestras experiencias internas.

Al tratarse de una usurpación, muchos elementos de la lengua del Padre son nuestros, pero, al haber sido históricamente robados, aparecen llenos de mentiras y tergiversaciones sobre nuestras vidas. El robo siempre va acompañado de mentiras. Pensemos, por ejemplo, en el hilar histórico de nuestros territorios, como dice Nadia Rosso, lingüista feminista mexicana, donde la Lengua Materna de las mujeres de nuestro continente fue arrebatada por el hombre blanco y violador europeo; y recordemos todas las mentiras que han circulado sobre la colonización de Abya Yala. En este sentido, Adrienne Rich plantea que la cultura patriarcal se fundamenta y perpetra sobre la base de Grandes Silencios sobre nosotras, que se expresan en vacíos léxicos, es decir, en la ausencia total de un término para nombrar determinada realidad (la inexistencia de palabras para la experiencia de la maternidad y la sexualidad de las mujeres), en parcelaciones (cuerpo y mente; amor y política), falsedades (revisemos el repertorio ginecológico y el ocultamiento de sus torturas hacia nuestros cuerpos), descalificaciones y deformaciones sobre nuestra experiencia.

Dice Mary Daly, teóloga estadounidense y lesbofeminista radical, que la palabra “glamour” se refería al poder que tenían las brujas y su orden simbólico libre, pero, en la actualidad, “el poder del término está enmascarado y ahogado” al punto de transformarse en un nombre para revistas de moda, objetualizadoras del cuerpo de las mujeres. U observemos el paradigma léxico de las lenguas patriarcales donde las palabras femeninas, o dirigidas a las mujeres, están siempre connotadas peyorativamente y asociadas a un doble sentido sexual (perra en lugar de perro). Estos Grandes Silencios se refieren a la ya descrita relación elemental con nuestras madres, y a tres más que se desprenden de este: el silenciamiento de nuestra historia y genealogías, el de las verdades de nuestro cuerpo sexuado como fuente de significados y el de los lazos entre mujeres, colocando especial énfasis en el de la existencia lesbiana (la misma palabra lesbiana para muchas es casi impronunciable).

Adrienne Rich plantea, como salida, hablar una Lengua Común de las mujeres, basada en nuestra Experiencia Común. Luisa Muraro señala la necesidad de hablar en Lengua Materna sin la mediación de los tecnicismos ni del sujeto falsamente universal del conocimiento con poder, desde donde se yerguen las disciplinas, artes y ciencias. Hablar en Lengua Materna, entonces, se refiere a la relación directa entre la cosa y la palabra que la nombra, tal cual lo aprendimos en nuestra primerísima infancia. Lengua Común y Lengua Materna son, finalmente, la lengua (del mismo modo que la historia de las mujeres es, finalmente, la historia de la humanidad). Por su parte, Patrizia Violi enfatiza la importancia de hablar en primera persona para que las mujeres imprimamos, en el discurso, una diferencia femenina libre y no complementaria de lo masculino. A esto mismo, otras autoras de la diferencia lo llaman hablar “a partir de sí”, aunque este término posee otras complejidades.

Todas las pensadoras rescatan los espacios que consisten en tomar conciencia y tomar la palabra como práctica política, pues, en ellos, las mujeres podemos hablar a partir de nuestra experiencia (hago la necesaria salvedad de que hablar desde nuestra experiencia es opuesto a hablar desde la ideología, aun cuando esta sea feminista); podemos crear orden simbólico y encontrarlo encarnado en nuestras vidas “aquí y ahora”; podemos descubrir a nuestras antepasadas y reconocer a nuestras contemporáneas. Así se cambia la lengua y el mundo, porque, como señala Rich, “en el simple hecho de volverse más consciente de su situación en el mundo, una mujer puede sentir más que nunca cómo entra en contacto con su inconsciente y su cuerpo”. Con palabras de Violi, entra en contacto con las dimensiones profundas del lenguaje y del sentido.

Por lo tanto, más que “inventar” una nueva lengua, se trata de descubrir y recuperar la que nos pertenece, lo cual implica, entre otras acciones, renombrar aspectos de nuestras vidas, hallar expresiones perdidas en el ocaso y, también, resignificar palabras tergiversadas, retornándoles su étimo. Para Adrienne Rich, será sacar a la luz los contenidos de los Grandes Silencios desde donde emerge el patriarcado como civilización. Para Audre Lorde, poeta negra, lesbiana y lesbofeminista radical, será navegar en las aguas profundas, oscuras y vetustas de nosotras mismas para revelarnos en una poesía que no es un lujo, sino una necesidad de sobrevivencia. Pero esta sobrevivencia no es solo “seguir viviendo”. Es, como dice Mary Daly, “vivir más allá”, más allá del Primer Plano de los Padres, que es superficial, violento y mentiroso; mortífero, cruel y depredador. Es atravesar todas sus Capas para llegar al Trasfondo de nuestros deseos genuinos. Como podemos interpretar en estas pensadoras de nuestra genealogía, no todo es patriarcado, por eso, es tan importante encontrar las verdades de nuestros cuerpos, relaciones e historia. Pensar que todo es patriarcado es quedarnos en el Primer Plano superficial de los Padres, analizando, pensando y haciendo política desde ahí. Y, como sabemos, gracias a Audre Lorde, “las herramientas del amo no desmontan la casa del amo”, aunque vengan vestidas de feminismo.

La radicalidad de estas reflexiones se manifiesta, porque todas viajan hacia la raíz: la raíz de la lengua, es decir, hacia la estructura profunda del significado; la raíz de las palabras para rescatarles su étimo; la raíz del patriarcado para desmontar los cimientos de su civilización y de las instituciones que la albergan; la raíz de nuestros cuerpos, o sea, hacia nuestro sexo como fuente de significados, con su clítoris (que distingue el placer de la reproducción) y su capacidad de ser dos (la ejerzamos o no); la raíz de nuestra historia y la de nuestro nacimiento, esto es, saber que nacimos del cuerpo de otra mujer. Es muy distinta esta práctica política a la teoría que considera que todo es construcción discursiva o que el lenguaje es un fin en sí mismo, y se apoya en performatividades de múltiples colores, que producen harto efecto especial, pero muy poca consistencia existencial. Usar la E (o la X, etc.) es parte de ese mismo juego y, por lo mismo, profundiza la ignorancia sobre la vida nuestra y sobre las autoras que, con importantes costos para ellas mismas, trabajaron por hacernos el mundo más vivible.

Pero no hay que confundirse, porque reflexionar sobre el lenguaje sí nos convoca, sobre todo, en tiempos de E, de X, de @, o sea, en tiempos donde solo importan las formas. Como dije al inicio de este texto, la E, en este momento, se destaca por sobre los otros morfemas de género. Como el resto, la E nos excluye y menos mal. Pues, como dice Carla Lonzi, hemos estado, durante milenios, excluidas de la Historia oficial de los hombres: ¡aprovechémonos de esta diferencia! Asimismo, Virginia Woolf exclama que no quiere estar ni en los estantes polvorientos de las bibliotecas ni tampoco dentro de las puertas cerradas de las iglesias. Muchas no queremos ser incluidas, queremos ser libres de los estereotipos femeninos, codificados por el orden patriarcal y reproducidos por sus instituciones rígidas (amor romántico, matrimonio, papeles consagrados de la familia, entre otras); queremos sacar, de nuestra exclusión, la potencia política y transformadora que necesitamos para descubrir nuestro orden simbólico y su lengua materna, hilados por todas aquellas que han creado este sentido libre de ser mujeres. Por último, parte de nuestro orgullo descansa en no sentirnos responsables de la cultura patriarcal, cuya decadencia también se debe a la lengua que la representa, la androcéntrica.

 



 

 

Andrea Franulic, Feminista Radical de la Diferencia



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