En tiempos anteriores, antes de los chamanes, los dioses y las divinidades; antes de las almas, creencias y religiones; cuando las comunidades aún no sabían de dominios, era la sangre, la sangre que les hacía morir.
A consecuencia de un encuentro o encontrón, quizás de una cacería; si alguien sangraba se le limpiaba con agua y esperaban; o se cubría la herida con yerbas y esperaban; o quizás hacían una cataplasma de barro y esperaban. Las más de las veces moría.
Hasta que sucedió un hecho histórico, no puedo llamarlo de otra manera, que debe haber sido uno de los más significativos de la pre-historia del patriarcado.
Me refiero al momento en que las humanas hembras se dieron cuenta que no morían con la sangre. ¿Cómo habrá sido? ¿Se observaron mucho tiempo? ¿Observaron a hembras de otras especies? ¿Sacaron conclusiones?
La constatación de la sangre que no es para morir debe haber transitado durante algún tiempo en la experiencia de lo humano. Sin embargo, el relato posterior, el que se instaló en el poder no consignó lo sucedido como relevante.
Roja, oscura, manando del cuerpo extraña. Sin lucha, sin golpes, sin violencia, sin dolor manaba la sangre de algunos cuerpos. Se limpiaba y continuaba saliendo; se cubría con hojas, tierras y continuaba saliendo. Sangre del cuerpo que salía como el agua de la tierra. Esperaban y no se moría, porque no era sangre para morir, pero era igual a la sangre para morir, aunque olía diferente.
¿Cuántos terremotos, lluvias, aluviones, truenos, relámpagos con sus miedos y desamparos se sucedieron? ¿Cuántos calores, fríos, hambres sobrevivieron? ¿Cuántos abrazos, mordiscos, cariños, discusiones y peleas pasaron antes de darse cuenta que la sangre que no era para morir volvía una y otra vez y que, a veces, dejaban de sangrar y sus vientres crecían hasta que un día salía un líquido tibio, y envuelto en sangre aparecía algo que lloraba, que se movía y que se les parecía?
Sangre con vida, con movimiento; sangre con voz, con llanto.
Sorpresa. No sólo no muere con la sangre, sino que la junta en su cuerpo y sale un ser igual, pero cachorro; un ser que crece y reemplaza al que al que sí muere por la sangre derramada.
Fueron días, noches, meses, años; todos con sus relámpagos, sus fríos y calores; con su sed, su hambre sus cacerías y sus miedos; con sus vidas y muertes. Hasta que llegó el momento, inexorablemente llegó.
Puedo imaginar que era de noche, cuando los que morían por la sangre se juntaron en la oscuridad y decidieron un nombre distinto para quienes no morían por la sangre. Las otras, así las llamaron.
No fue un nombre objetivo, neutro, que sólo reflejara la realidad, no. Fue un nombre político que impuso lejanía y produjo temor.
¿Cuáles serían los argumentos para decidir, no sin controversias, controlar la libertad de los cuerpos de las otras?
Esa noche se abrió paso la envidia, motor travestido de la historia del patriarcado.
Algunos siglos después, de alguna extraña y retorcida manera, quienes creyeron que habían sepultado la memoria, con un suspiro de alivio inventaron la envidia del pene y la creyeron, pensando que sería para siempre.
S. Lidid Enero 2013