Hacia 1960, el mundo era otro mundo. Estados Unidos irrumpió de una maraña de tendencias animales como fue la Segunda Guerra Mundial con el fin de perpetuarse y ejercer su dominio como la potencia imperialista del planeta. Promovía desplegar su control sobre la humanidad toda, sin embargo, en ese reino de las necesidades y del consumo de las cosas, fue el epicentro de la conflictividad en sus múltiples variantes.
“Aquellos que, sin esperanza, dieron y dan la vida por el Gran Rechazo”
Hebert Marcuse. El Hombre Unidimensional, 1964.
Mabel Bellucci*
Desde las entrañas del capitalismo avanzado se escucharon y se vivieron luchas contra todo tipo de opresión: manifestaciones de la comunidad negra por la conquista de sus derechos civiles, estudiantes, mujeres, homosexuales junto a un poderoso movimiento antibelicista contra la guerra colonial sobre un país lejano como era Vietnam, conocido por sus arrozales.
Esta década, tan recordada como añorada por generaciones tras generaciones, se enmarcó dentro de un complejo contexto histórico internacional que originó condiciones favorables para que estas revueltas se produjesen en el momento y en el lugar indicados. Significaban momentos de acelerados cambios geopolíticos que llevarían a la ruptura del sistema colonial de dominación europea sobre los tres principales continentes: África, Asia y América Latina.
Como respuesta a las transformaciones económicas y laborales propias de ese período histórico tanto en Europa como en Estados Unidos, cuando parecía que había sido sepultado, el feminismo hizo oír su voz al enmarcarse dentro de estas luchas a lo largo de los años sesenta en adelante. A primera vista, tal coyuntura implicó la expansión del crecimiento económico que provocaría una entrada masiva de mujeres al mercado formal de trabajo, sin perder de vista su avanzado ingreso y egreso en la universidad. Ambas variables configuraron el telón de fondo del impresionante renacer del movimiento feminista. En realidad, su retorno sería inexplicable sin el desarrollo de tales acontecimientos en las sedes centrales del capitalismo. En este contexto, surgió como un conejo de la galera el Movimiento de Liberación de la Mujer (Women´s Liberation Movement -conocido también con la abreviatura coloquial Women’s Lib, la que contribuyó a su popularidad más allá de quienes apoyaban a esa corriente).
Feminismo de la Segunda Ola
Ahora bien, la generación de las casadas a las que Betty Friedan hablaba, en 1963, a través de su consagrada obra La Mística de la Feminidad (The Femenine Mystique), se cruzó con las que luchaban contra la guerra imperial, más las estudiantas que hacían lo suyo.
Con la precipitación de las urgencias políticas por la radicalidad de la población negra que bregaba por sus derechos civiles, las integrantes de este movimiento insurreccional entendieron su propia discriminación al profundizar el fenómeno del racismo. Así, ellas descubrieron sus semejanzas con aquella comunidad impunemente discriminada, por encarnar ambos estereotipos de inferioridad e irracionalidad desde la mirada hegemónica. Esa identificación se ampliaba a otros grupos oprimidos del mundo. A ello se sumó la resistencia contra la guerra en Vietnam, que pulsó a mujeres jóvenes a la par con los varones a usurpar las calles de New York, Chicago, Washington y California, bajo la emblemática consigna que trascendió hasta el presente, “Hagamos el amor, no la guerra”, tal como lo recuerda la historiadora Marysa Navarro. De acuerdo al testimonio de la ensayista estadounidense Margaret Randall, en el prólogo del libro Las Mujeres, en agosto de 1969, sostenía: “Han sido esenciales en las acciones más radicales antibelicistas: quemaban los archivos de reclutamiento del ejército; destruían las credenciales electorales para impugnar al sistema político; repudiaban el sufragio bajo la consigna “devolvamos el voto”; sostenían huelgas de hambre en prisión hasta llegar a inmolarse, todos eran gestos de desobediencia civil”.
Cada grupo fue descubriendo la naturaleza de su opresión dentro de la sociedad norteamericana
En cuanto al mundo estudiantil, la escritora Nancy Caro Hollander en su artículo La posición de la mujer en los Estados Unidos, en 1970, consideraba que esa franja junto con docentes de universidades públicas y privadas encarnaban las voces provocadoras para desnudar lo que ella denominaba, “el modelo categórico del sexismo”. Mientras, Mildred Adams Kenyon en su artículo El nuevo feminismo, escrito también en ese mismo año, pintó otras vertientes en cuanto a la diversidad del Women’s Lib. Para la escritora representaba una protesta con un alto protagonismo juvenil que impulsaba innovaciones en torno a las prácticas y a las costumbres. Kenyon consideraba que la extrema izquierda del movimiento se proclamara abiertamente lésbico y, por ende, desconocía la igualdad entre los sexos en la medida en que el varón siempre iba a concentrar el dominio del poder. Entre tanto, las activistas de la Nueva Izquierda promovían un feminismo más heterodoxo y plural, justamente al cruzar la condición de clase junto con la raza y con la etnia. Tal fue el caso de la socióloga Marlene Dixon que en su trabajo El Por qué de la liberación de las Mujeres (Why Women´s Liberation), de diciembre de 1969, publicado en la revista Ramparts, resaltaba las transformaciones que se produjeron con la luminosidad de un rayo: “Ellas se contagiaron de ese fermento que estalló entre los estratos más bajos de la sociedad: los negros, los latinoamericanos, los indios y los blancos pobres. Cada grupo fue descubriendo la naturaleza de su opresión dentro de la sociedad norteamericana. Las mujeres deseaban saciar su sed de vida libre y plenamente humana. El resultado fue el crecimiento de un nuevo movimiento femenino que abarca mujeres pobres, negras y blancas, trabajadoras explotadas, clase media aprisionadas en las casas soñadas, estudiantes y mujeres militantes que descubren que en el seno de los movimientos de liberación, ellas no son libres”.
En consecuencia, el Movimiento de Liberación de la Mujer quedó configurado por numerosas corrientes y con una complejidad cada vez más acentuada por fines y métodos tan heterogéneos. Casi al final de esa década, se coincidió en una propuesta de convergencia que fue “la política del cuerpo”. A partir de ese ideario, las mujeres organizadas lograron posicionarse al transformar un hecho personal y privado en uno político y público a partir del emblemática divisa que cruzó océanos y urbes: “Lo personal es político”. Aún hoy tal sentencia mantiene su fuerza interpelativa.
La lucha de las mujeres por las mujeres
Así, hacia finales de la década del sesenta, gran parte de las reivindicaciones levantadas por nuestras precursoras se fueron alejando de la tradicional demanda de igualdad entre sexos y sus críticas se ampliaron a todos los aspectos de la vida: la cotidiana, la sexualidad, el mundo conyugal y familiar. Entonces las propuestas del Women’s Lib partían de situaciones concretas vividas también por mujeres anónimas y sin voces protagónicas, atravesadas por constantes tensiones entre las incertidumbres y las adversidades. Aquellas militantes relacionadas a las formas clásicas del debate político se corrieron para dar paso a un enfoque de autonomía sexual que denunciaba vigorosamente el sexismo en la esfera de lo privado. Desde esa percepción, ocupaba un espacio destacado la reapropiación del cuerpo y de la sexualidad por el dominio de lo recóndito. Con este tembladeral climático realizado en poco tiempo, aquellas feministas, con sus voces y sus cuerpos, convocaron la atención alrededor de la supremacía masculina mediante determinados dispositivos biopolíticos para normalizar y reforzar la subordinación femenina y, por ende, su exclusión. Denunciaban lo que en el pasado había sido un secreto a voces pero, ahora, en esa coyuntura de posibles embates de liberación, todo se tornaba en un acierto. Ellas comenzaron a activar a partir de su propia opresión y a elaborar estrategias de acción tanto hacia dentro como hacia fuera de sus entornos. Hoy, al revisar sus punteos no se puede menos que pensar que su auditorio se componía mayoritariamente por mujeres blancas, heterosexuales y de los sectores medios profesionales y académicas devenidas en activistas.
Sus reivindicaciones se fueron alejando de la tradicional demanda de igualdad entre sexos y sus críticas se ampliaron a todos los aspectos de la vida: la cotidiana, la sexualidad, el mundo conyugal y familiar
Por todas estas razones, y muchas otras más que aún no son reveladas, a las feministas de Estados Unidos de esos años les urgía crear nuevas colectividades de lucha política compuestas solo por mujeres, en la medida en que en el interior de las organizaciones comprometidas por la justicia social, como eran los frentes anticapitalistas o los partidos políticos de las izquierdas, las activistas continuaban siendo el ‘segundo sexo’. De allí fue que el Movimiento de Liberación de la Mujer se nutrió, básicamente, de las experiencias y trayectorias de todas las que rompieron lazos con esas estructuras vetustas y egoístas como una vieja dama indigna. El éxodo en masa de las activistas de las organizaciones políticas como de los movimientos sociales mixtos, fue una muestra de lo experimentado. Ante sus miradas desafiantes, esas instituciones jerárquicas, con discursos monolíticos y pensamientos seniles, no permitían desplegar sus propias visiones. Y encima, sus compañeros de lucha y de ruta dejaron de ser sus aliados estratégicos, desde el momento en que no deseaban el mismo tipo de rebelión que ellas. De un día para otro, y a todo lo largo del país, los libros, los periódicos, las revistas, los cursos universitarios y los programas televisivos de entrevistas anunciaron el alba de un nuevo orden feminista. Proliferaron a una velocidad asombrosa las mujeres devenidas en activistas rebeldes que necesitaban mostrarse en público. Todo ello empujó hacia el autorreconocimiento de ellas mismas como grupo y hacia la consolidación de su identidad colectiva.
Así, en un otoño soleado de 1967, hizo su debut el colectivo más a la ofensiva del feminismo de entonces: el New York Radical Women (NYRW). Sus integrantes pertenecían a grupos políticos que lucharon por los derechos civiles de la comunidad negra y protestaron en movilizaciones multitudinarias por la guerra de Vietnam. Fue fundado por Pam Allem, Carol Hanisch, Rose Morgan, Sarachild Kathie y Shulamith Firestone, Ros Baxandall, Patricia Mainardi, Ellen Willis, Kathie Sarachild, Irene Peslikis entre otras más. Siempre en un giro de avanzada fue el primero, en 1969, en reinterpretar y organizar trabajos con grupos de concientización femenina. De allí que sus propuestas ardían como llamaradas de fuego: “Estamos cansadas de participar en las revoluciones de los otros. Ahora trabajamos para nosotras”. Por lo tanto, decidieron hacer un giro en cuanto al orden de prioridades. Primero, centraron sus declaraciones sobre la opresión de las mujeres. Segundo, se independizaron de los objetivos de los hombres de izquierda radicalizados. Los acontecimientos posteriores confirmaron que la elección del corrimiento había sido la correcta. La avalancha de respuestas a ese alejamiento no se hizo esperar. Una de las cabeceras del grupo, Firestone relataba su experiencia en un acto llevado a cabo por el Comité de Movilización Estudiantil (Student Mobilization Committee) en Washington, contra el belicismo desatado sobre el país de los arrozales. Y denunciaba el sexismo de esta manera: “Nuestra presentación comenzó con la lectura de un documento a favor del movimiento de las mujeres. Algunos hombres entre el público nos abuchearon, se rieron e iniciaron una rechifla. Los organizadores en vez de pedir silencio a los alborotados, nos hicieron abandonar el tablado rápidamente”. En consecuencia, los militantes marxistas, de origen blanco o negro (no importaba el color), las hacían callar vociferando: “Llévatela de la plataforma a la cama”. Más que una humorada machista esa expresión sucumbía en un grito de guerra al momento en que las feministas desarrollaban sus propios actos con sus distintivas premisas. Evidentemente, amedrentar expresaba la violencia que enardecía a los varones frente al atrevimiento de muchas y de otras tantas de elegir nuevos caminos.
Del NYRW, disuelto dos años más tarde, se desprendieron numerosos colectivos, famosos por sus espectaculares manifestaciones culturales, que alimentaban posicionamientos revulsivos contra la supremacía masculina en todas las caras del sistema. Muchos de ellos, luego de haber seguido la orientación de la Nueva Izquierda y de las feministas radicales, decidieron abrirse y apoyar por fuera la consolidación de un movimiento autónomo de mujeres. En 1969, bajo el lema “Somos brujas, somos mujeres. Somos liberación. Somos nosotras”, se presentó WITCH (Women´s Internacional Terrorist Conspiracy from Hell – Conspiración Terrorista Internacional de Mujeres del Infierno), también conocido como ‘Bruja’. Provenían de un desprendimiento del NYRW y honraban a las hechiceras por considerar que “fueron mujeres sin miedo de existir, de ser valientes, agresivas, inteligentes, inconformes, curiosas, independientes, liberadas sexualmente y revolucionarias”. En su Manifiesto, WITCH se definían como “combatientes y guerrilleras contra la opresión femenina”. Su activismo se centró en organizar lo que ellas llamaban “teatro de guerrilla”, un bricolage de acción callejera y de protesta nutrida por el humor y la parodia. En líneas generales, en sus intervenciones ellas disfrutaban disfrazadas de brujas y oraban cantos de ‘maldiciones’. Para sus integrantes todo era útil, no se desprendían de nada. Hacían uso de las técnicas del teatro, la sátira, la poesía, la música, los esténciles, las pegatinas, las escobas, las pistolas y las muñecas vudú. Cada grupo WITCH se formó de manera independiente en los distintos estados, inspirados en los ejemplos de las acciones anteriores. Del mismo modo, condenaban los trasfondos políticos y económicos de las corporaciones empresariales y de las instituciones del estado. La ensayista y fotógrafa incansable, Margaret Randall, con un tono de exaltación, proclamaba que “la metodología de los colectivos de acción es sin duda la más revolucionaria”. Ella lo presentaba como un ejemplo de retrato urbano con una inclinación sustancial, tanto de condena al machismo como a la explotación capitalista mediante sus intervenciones públicas.
En 1969, bajo el lema “Somos brujas, somos mujeres. Somos liberación. Somos nosotras”, se presentó WITCH (Women´s Internacional Terrorist Conspiracy from Hell – Conspiración Terrorista Internacional de Mujeres del Infierno)
Hacia el verano de 1970, de acuerdo a la información que arrojaba el mediático escritor Marvin Harris en su libro La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica, diez mil feministas desfilaban por la Quinta Avenida ante el estupor boquiabierto de personas que prolijamente correctas salían de compras por esa ciudad con afanes parisinos. Para que no quede duda alguna, la escritora y activista Kate Millet conocida por su libro Sexual Politicsdeclaraba a los cuatro vientos: “Hoy se inicia un nuevo movimiento. Hoy se acaban milenios de opresión”. Desde ya que hubo hostigamiento por parte de los curiosos que les gritaban al rojo vivo: “Traidoras sin sostén” y “Acosadoras de varones”. Otras tantas de miles también se manifestaron en Boston y en San Francisco, mientras que en el Rittenhouse Square de Filadelfia las feministas se preparaban para la lucha aprendiendo kárate en plena calle a la luz del día. Simultáneamente, en el Duffy Square de Nueva York, Mary Orovan hacía la señal de la cruz en una ceremonia en honor de Susan B. Anthony, entonando: “En el nombre de la Madre, de la Hija y de la Santa Nieta. Ah wo-men”. Y la muchedumbre enarbolaba pancartas que decían: “Arrepentidse, Machistas. Vuestro Mundo Se Está Acabando” y “No Preparéis La Cena Esta Noche: Matad De Hambre A Una Rata”.
Para entonces, en un santiamén, una diáspora de activistas formadas en las calles, en las fábricas y en las universidades se incorporó a la vida de las agrupaciones feministas. En vez de seguir reclamando por ser reconocidas, se corrieron de las filas partidarias para generar sus ‘cuartos propios’.
*Activista feminista queer. Autora de Orgullo. Carlos Jáuregui, una biografía política. Emecé- Planeta, Buenos Aires, noviembre 2010.