Vi la película “La teta asustada” en un contexto laboral y académico, y vi también cómo su contenido maravilloso, a mis ojos, era fagocitado en medio de un sentido común aplastante, salvo algunas excepciones. Logré decir unas cuantas cosas, pero dejé varias otras sin salir. Por eso ahora escribo, dado que, parafraseando a María Zambrano, la escritura es a veces la revancha de la oralidad acallada. No quiero responder al sentido común aplastante. Me centraré en la película y en sus personajes mujeres; y así honrar el trabajo de la directora peruana Claudia Llosa, pues su obra, del año 2009, fue interpretada con la característica falta de conocimiento y profundidad del lenguaje androcéntrico cuando se refiere a las mujeres, y rebotó contra los muros de la sala.
Su contenido es maravilloso, porque abre varias puertas para recorrerlo y cada una de estas ofrece una visión profunda sobre la experiencia de las mujeres dentro, y más allá, del patriarcado. Una visión profunda que también es dolorosa, pues la temática es tan cruda y real como puede ser la violación como práctica sistemática en las “guerras de los hombres”. Se sitúa en el Perú de Sendero Luminoso de los años ochenta y noventa. En este contexto, las mujeres son violadas no importando partido ni bandera; son carne de cañón. Sin embargo, la película no muestra nada de esta guerra de forma explícita; esta opera como un trasfondo silencioso y tirano. En cambio, se centra en la protagonista, Fausta.
La película comienza con el canto, en quechua sureño, de la madre de Fausta muriendo. Con el canto, la madre relata cómo fue violada por varios hombres mientras Fausta miraba todo desde su vientre. Cuenta que asesinaron a su marido delante de ella y la obligaron a tragarse su pene. Su hija le hace compañía hasta que muere. Durante el resto de la película, Fausta, prácticamente, no hablará, salvo cuando cante en quechua sureño y entonces dirá cosas fuertes y profundas, llenas de alegorías que revelarán la crueldad y la barbarie masculinas. Al cantar, liberará la pesada carga interior de su miedo arraigado, encarnado, a la violación y a los hombres. Se dice que Fausta ha nacido con la enfermedad de “la teta asustada”, porque su madre le traspasó el miedo al amamantarla. De tanto miedo, Fausta vive con una papa dentro de su vagina, provocadora de una grave infección interna, pero “solo el asco espanta a los asquerosos”, dice en uno de sus melodiosos y originales cantos en quechua (lo que me recuerda: la libertad se consigue con la libertad, la fuerza con la fuerza y etc.*).
Pese a la teta asustada, a los constantes desmayos y sangramiento de nariz que padece Fausta cada vez que el miedo la paraliza, al mismo tiempo que le crecen los tubérculos de la papa desde dentro de la vagina hacia fuera, los que debe cortar dolorosamente con unas pequeñas tijeras, ella es la más autónoma entre las mujeres de su entorno; autónoma en el sentido de que es la única que ha resistido a la institución de la heterosexualidad obligatoria y al contrato sexual que le subyace, y justamente la papa tiene este propósito. Pues, a su alrededor, se celebran bodas, y más bodas, con todos los ritos del sincretismo cultural del pueblo peruano (festejos, colores, comidas, música), en medio del inhóspito paisaje de la sierra, pero bodas al fin y al cabo, donde se entrega a cada mujer del pueblo, vestida de blanco, a cada hombre para que lo sirva material, emocional y sexualmente.
Recordemos que una de las estratagemas del régimen político de la Heterosexualidad Obligatoria para imponer la sexualidad masculina a las mujeres, es la violación, tanto como práctica de guerra como práctica dentro del matrimonio y la familia. Curiosamente, la papa también la usan en el rito matrimonial. Para saber si el vínculo durará toda la vida, la novia pela la papa, y si la cáscara que resulta es corta o larga, se define el destino de la mujer en un matrimonio mal avenido o duradero. Con otras palabras, la misma papa que sirve para provocar asco se usa, en este rito, para definir la felicidad de la novia. En el cuerpo de Fausta, no hay sublimación alguna, en este caso, la papa representa toda la crudeza de la realidad de las mujeres en el patriarcado violador.
A diferencia de las mujeres de su familia, Fausta, si bien tiene su cuerpo dolorosamente clausurado, toma sus propias decisiones y actúa en consecuencia, busca los recursos, se emplea como sirvienta en la casa de una mujer rica y blanca, se relaciona con aquellos en quienes confía. En cada momento que el miedo la vence, se sobrepone. Es una mujer fuerte, pese a todo. Y esta fortaleza la ha heredado de su vínculo con su madre, a quien reconoce como dadora de la vida y la palabra. Es el único vínculo entre mujeres que la película releva y mantiene sólido a lo largo de toda la trama. Es el único lazo que la violencia patriarcal no ha logrado intervenir y romper. Por eso, el film, sutilmente, muestra un orden simbólico diferente, proveniente de la madre y, como tal, lo contrapone, al no estar hecho a su medida, al régimen patriarcal.
Este orden simbólico se evidencia en el uso y el canto de la hermosa lengua quechua sureña. Justamente, esta es la lengua materna de Fausta, o sea, la que le enseñó su madre al nacer y en la primerísima infancia. Esta lengua se transmite oralmente, como gran parte de la misma historia de las mujeres. Si Fausta prácticamente está en silencio toda la película y solo se comunica mediante el quechua, es porque la lengua androcéntrica, que en el film se corresponde con el uso del español, es la lengua que no la interpreta, que está imposibilitada de comunicar la experiencia de vida de Fausta y de las demás mujeres. El silencio, en este caso, también es resistencia a usar la lengua del hombre blanco, dominador y violador. Pero Fausta tiene genealogía y, por eso, tiene orden simbólico y palabra. Esta genealogía se extiende hacia más atrás, hacia su abuela, cuando Fausta le da vida al deseo de su madre, contra viento y marea, que consiste en ser sepultada en su pueblo natal, Lima, a la orilla del mar. Fausta viaja con el cuerpo de su madre, amorosamente embalsamado varios días antes por las mujeres de la familia, cantando en quechua, al lugar de origen materno.
Lamentablemente, el vínculo entre mujeres que la película muestra de forma sustancial no alcanza para fortalecer los lazos entre Fausta y otra mujer. En este caso, la directora elige que la protagonista deposite su confianza en los hombres “buenos” de su pueblo (como su tío, hermano de la madre, y el jardinero), en lugar de fiarse en otra mujer. Esta visión se acentúa en la relación de Fausta y su patrona. Desde mi punto de vista, y en este aspecto en particular, la directora superpone las divisiones de la clase y la raza a la relación entre mujeres. La mujer blanca de clase alta traiciona a Fausta de una forma horrorosa y despiadada, porque le roba a Fausta su lengua materna. Le expropia su canto, su creación, una de sus melodías, y la lleva al piano, con el que se luce en un gran concierto para ricos y blancos, dejando a Fausta en el anonimato, mientras esta espera a cambio unas perlas para darle sepultura a su madre. A esta traición le siguen dos más: le niega las perlas, aunque Fausta, perseverante e inteligente, las logra sacar a escondidas; y la segunda, deja a Fausta tirada, en mitad de la noche, en medio de la carretera desierta, pávida.
Cómo me hubiera gustado que, en lugar de la traición, entre estas dos mujeres hubiese surgido una relación de confianza, pues este hubiese sido un desenlace tan realistamente posible como el otro. Entonces la película nos hubiera permitido ver que la clase y la raza son cortes patriarcales impuestos a las mujeres y a las relaciones entre ellas, pero, muchas veces, la experiencia de las mujeres los trasciende. En cambio, la relación de confianza, Fausta, la encontrará en un hombre de su clase. Ahora bien, es lo que el sentido común podría llamar “un buen hombre”, y lo es por tres razones: la primera, porque es el único que se acerca a Fausta sin cosificarla sexualmente, al contrario, se relaciona con ella con empatía y respeto; la segunda, porque es el jardinero y cultiva diferentes tubérculos en la tierra, menos la papa, porque la considera “escasa de flor y barata”; y, por último, porque es el único que le habla en quechua sureño. Esta tercera razón es tremendamente importante y de esta se desprende la primera consecuencia positiva que mencioné, es decir, la del buen trato. Justamente, el jardinero, con su acción, la de hablarle a Fausta en quechua, le otorga reconocimiento a la genealogía de las mujeres, esto es, a su voz y palabra. Él también es un nacido de mujer y habla la lengua materna (lo mismo pasa con el tío, aunque menos confiable).
La segunda razón también es decisiva y se enlaza con el cierre de la película. En el cierre, la brutal injusticia social que el film describe se abre hacia un horizonte esperanzador, porque el final esboza el orden simbólico de la madre **. Esto que afirmo queda retratado en tres imágenes del cierre: la primera, Fausta es operada, sin haber soltado nunca las perlas de su mano, y le han sacado la papa de la vagina. Por lo tanto, recupera su cuerpo libre para sí. La segunda, Fausta despide a su madre en la orilla del mar de la costa limeña, dándole sepultura y completando el ciclo vital del nacimiento y la muerte. La tercera, y con esto también termino por la potencia alegórica, Fausta siembra la papa en la tierra de una maceta, donde siempre hubo de estar… y la papa florece firme y hermosa (algo que, con justa razón, al jardinero no le sucedía). Con otras palabras, el final de la película saca a la luz los contenidos de la libertad femenina **, silenciados, de manera obsesiva, por el régimen patriarcal. Es decir, revela la diferencia sexual femenina como fuente de significados, la autoridad **que emana de la relación madre-hija y, junto con esta, la genealogía e historia de las mujeres. Cuando estos ámbitos de nuestra existencia se perpetran en el silencio, el androcentrismo, como orientación del pensamiento, asoma poderoso. No obstante, el film de Claudia Llosa contrarresta el peso milenario de su sombra.
(*) Estoy parafraseando una frase de la beguina del siglo XIII Hadewijch de Amberes, que dejó plasmado el orden simbólico de la madre en su escritura. La medievalista María Milagros Rivera Garretas la recupera.
(**) Orden simbólico de la madre es un descubrimiento de la filósofa y pensadora de la diferencia sexual Luisa Muraro. Libertad femenina es una figura descubierta por la jurista y pensadora de la diferencia sexual Lia Cigarini. Autoridad (femenina) tiene su étimo en augere, que significa ‘hacer crecer’, y es un descubrimiento de las Mujeres de la Librería de Milán.