Por Insu Jeka & Andrea Franulic (Colaboradora)
“…ningún ser humano, ni ningún grupo deben ser definidos por referencia a otro ser humano o a otro grupo” (Lonzi, 1981: 17).
Durante las últimas semanas, hemos sido testigos de un fuerte movimiento de mujeres en las distintas universidades de nuestro país; se trata de un movimiento sin precedentes, que pone de manifiesto las prácticas de abuso de poder al interior de estos espacios y expone un problema social profundo: la violencia naturalizada y sistemática hacia las mujeres. En consecuencia, lo que estamos presenciando, a través de las “tomas o paralizaciones feministas”, refleja no solo un malestar social, sino un proceso de cambio cultural muy importante, puesto que podemos evidenciar una fuerza colectiva de las mujeres como respuesta ante las incesantes situaciones de violencia en las que se han visto expuestas en los espacios universitarios por parte de sus compañeros y profesores. A la vez se ha expresado la crisis de un sistema social que no permite la existencia de la diferencia, de esa diferencia primaria de la vida, la del cuerpo sexuado, es decir, la diferencia sexual. Y cuando hablamos de violencia hacia las mujeres, es, precisamente, esta su razón de ser: el poseer un cuerpo que ha sido codificado y significado en una cultura patriarcal como lo otro, lo inferior, un cuerpo que se vuelve objeto de dominio por parte de los hombres y del sistema social y cultural enraizado en una visión androcéntrica y patriarcal. En este breve texto, me interesa proponer la perspectiva de la diferencia sexual para observar y analizar la realidad vigente, como contrapunto a la perspectiva de género, que se ha posicionado como la mirada hegemónica para dar lectura a las desigualdades entre hombres y mujeres, y desde donde emergen las estrategias de salida, es decir, las políticas de la igualdad de los sexos.
La resistencia por parte de las mujeres se ha hecho siempre presente; mujeres que a lo largo de la historia han desafiado la autoridad y las formas de vida tradicionales destinadas a ellas. Entre estas, podemos nombrar a la escritora Christine de Pizán (2013) quien, a principios del siglo XV, abre el debate intelectual sobre la naturaleza femenina, dedicando gran parte de su obra a refutar las aseveraciones misóginas de los filósofos de la antigüedad y de su época, que se sustentaban en lo que Prudence Allen (1985, en Rivera, 2003) denominó “la revolución aristotélica”, fundamentada en la inferioridad natural de las mujeres, es decir, por poseer un cuerpo sexuado mujer. La naturaleza femenina era presentada como algo demoniaco y perverso que se debía dominar. Este debate origina diversos movimientos: la Querella de las Mujeres y, posteriormente, previo a la revolución francesa, el movimiento de las Preciosas en los salones de las grandes damas entre los siglos XVII y XVIII. A mediados del siglo XIX emerge un incipiente movimiento Sufragista, que se consolida durante gran parte del siglo XX, el cual se caracterizará, fundamentalmente, por la lucha de los derechos civiles y políticos: sufragio, acceso a la educación, independencia económica, participación política y autonomía en la toma de decisiones. Sin embargo, la rebeldía de las mujeres ha tenido duros costos para ellas. Un ejemplo paradigmático de esto fue la llamada “inquisición”, o también conocida como la “caza de brujas”, que consistió en la persecución, matanza y tortura de mujeres, a gran escala, entre los siglos XIV y XVII; pero este hecho ha sido omitido de los registros de la historia (Federicci, 2016).
A fines de la década de los sesenta y principios de los setenta, estalla en los Estados Unidos, un nuevo movimiento político de mujeres denominado “movimiento por la liberación de las mujeres”, el cual abre la discusión en torno a temas como la sexualidad y la objetivación del cuerpo femenino como producto cultural y sexual. De forma paralela en Europa, principalmente en Francia e Italia, surge el pensamiento de la diferencia, perspectiva política que plantea diferencias políticas e ideológicas con las tradicionales luchas por la igualdad como mecanismo de nivelación de las desigualdades entre los sexos. Las más importantes exponentes de este pensamiento consideran insuficientes las conquistas femeninas por la emancipación y los derechos. Ambas corrientes o perspectivas, la de los Estados Unidos y la europea, consideran que el movimiento de mujeres debe ir a la raíz de la dominación, y que los problemas que experimentamos las mujeres en la sociedad se corresponden con determinadas estructuras de poder que perpetúan una forma de organización social, donde participamos de forma jerarquizada hombres y mujeres. También en estos años se acuña, en la Academia, la categoría de análisis del género, que fue muy importante durante estas décadas, puesto que develó las naturalizaciones que se sostenían culturalmente respecto de los roles, labores y estatus de los sexos. Con otras palabras, contribuyó, fundamentalmente, a saber que los géneros masculino y femenino se constituyen como construcciones socioculturales, y no como condiciones naturales. De esta manera, los análisis de la realidad social de las mujeres fueron encontrando cada vez más palabras para nombrarla: patriarcado, supremacía masculina, sistema sexo – género, división sexual del trabajo, política sexual, contrato sexual, amor romántico, entre otras categorías de análisis.
En el contexto de estas discusiones y debates, es que surge el lema “lo personal es político” como una idea que plantea que la experiencia de las mujeres en la sociedad basada en la jerarquización de los sexos es producto de un problema estructural y no de índole individual. Las desigualdades, por lo tanto, son resultado de una organización social patriarcal, en consecuencia, aquello que experimenta una mujer como opresión, también lo vive la otra; es lo que Franulic (2014) desarrolla en un ensayo que titula “La experiencia común de las mujeres”. Por eso, las mujeres han reaccionado históricamente y organizadamente ante la violencia patriarcal, tanto en el siglo XIV como en el presente siglo; y todos estos movimientos, sin excepción alguna, han sido acallados a través de la violencia, ya sea física o simbólica. Como ejemplo de violencia simbólica, podemos nombrar la ridiculización, descalificación, tergiversación, ocultamiento y silenciamiento de las mujeres en los diversos espacios sociales, siendo la universidad uno de ellos que, precisamente hoy, es el espacio en disputa, como centro de producción de cultura y conocimiento. En relación a este último punto, ya Virginia Woolf (1999) advierte, a principios del siglo XX, lo peligroso que puede resultar para una mujer entrar a competir por una profesión –pese a que ella defiende la idea de la independencia económica de las mujeres, pero no por ello deja de observar los hechos de su época– pues qué tipo de educación está recibiendo dicha mujer: una educación que la autora compara con la guerra, es decir, una educación basada en la competencia, una educación que segrega, que entrega grados y condecoraciones, y donde se perpetúan las tradiciones androcéntricas. ¿Estarán las mujeres dispuestas a introducirse en este sistema y comulgar con estos valores con tal de obtener los mismos privilegios que sus hermanos?, se pregunta la consagrada Woolf.
Es la gran paradoja de la “mujer moderna o emancipada” del siglo XX quien, al buscar la igualdad con el hombre, pierde conciencia de su propia historia (Rivera, 2003). Es en este punto donde cobra relevancia la perspectiva de la diferencia sexual, que devela el sesgo masculino en los espacios de la política con poder y del conocimiento con poder, al mismo tiempo que confirma la inexistencia, en la cultura, de un punto de vista de las mujeres para otorgarles libremente significados a la realidad y a sí mismas. En esto consiste el denominado androcentrismo, que subyace a las sociedades patriarcales, y que María Milagros Rivera (2003) llama el Régimen del Uno, debido al predominio de una visión unilateral y unidimensional del mundo y sus relaciones. Por lo tanto, el proyecto de la igualdad, entendido como igualdad de las mujeres respecto de los varones, niega la diferencia sexual femenina y se constituye en un principio jurídico que, en palabras de Carla Lonzi (1981: 16), “…es todo lo que se le ofrece a los colonizados en el terreno de las leyes y los derechos. Es lo que se les impone en el terreno cultural. Es el principio sobre cuya base el colono continúa condicionando al colonizado”.
Una de las críticas importantes a la política de la igualdad consiste precisamente en entenderla como un artificio y una estrategia para mantener intactas las estructuras de poder masculinas. Por ello, estas acciones estudiantiles levantadas por mujeres, y no por los movimientos sociales tradicionales, pueden ser analizadas como una oportunidad para poner en jaque las conquistas de igualdad, dado que el acceso a la educación, una lucha que abarcó décadas por parte del Movimiento Sufragista, devela un sistema educativo sexista y androcéntrico en el que las mujeres se sienten incómodas y del cual no quieren seguir participando sin hacer modificaciones estructurales profundas. Hay una toma de conciencia respecto del lugar que las mujeres hemos ocupado y seguimos ocupando en la sociedad, pese a los destellos de liberalidad que parece haber otorgado el ideario igualitarista, es decir, las pequeñas cuotas de mujeres que ocupan cargos de poder e intervienen en la toma de decisiones en los partidos políticos, en el congreso o en los espacios laborales y académicos. Estas aperturas no solo han dado cuenta de la difícil incorporación real en estos lugares, sino que, además, han revelado la desvalorización simbólica, la falta de autoridad y reconocimiento que experimentan las mujeres. Rivera (2003) plantea que, una vez que las mujeres accedemos a estos centros cerrados de poder, debe desaparecer la diferencia sexual femenina, es decir, las mujeres debemos hacer el ejercicio de homologarnos al pensamiento androcéntrico y a su lenguaje.
Por ello, considero que las situaciones que hoy están visibilizando las estudiantes son del orden simbólico, como afirmarían las pensadoras de la diferencia, y competen a una transformación cultural profunda, que se enlazan, además, con la historia de resistencias de las mujeres; por lo tanto, no solo se resuelven en un petitorio con nuevas reglas del juego, sino que invocan una desnaturalización de las prácticas de poder y dominio de las que somos objeto (sexual, intelectual, laboral, emocional, etc.). No es casual, entonces, que las mujeres estudiantes, las nietas de la igualdad, aquellas que han conseguido llegar a la educación universitaria, sean las que dicen no más violencia, no más acoso, no más abuso de poder ni más cultura de la violación. Y este hecho histórico requiere de un análisis político que vaya más allá de la igualdad de género y se coloque a la altura de las circunstancias. Pienso, en este sentido, que la mirada de la diferencia sexual puede abrir nuevas parcelas de realidad para comprender que no es la igualdad la que nos hará libres a las mujeres, sino la re-significación de nuestra diferencia.
Referencias bibliográficas:
Federicci, S. (2016). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid: Traficantes de sueños.
Franulic, A. (2014). La experiencia común de las mujeres. En www.andreafranulic.cl
Lonzi, C. (1981). Escupamos sobre Hegel. Barcelona: Anagrama.
Pizán, Ch. (2013). La ciudad de las damas. Madrid: Siruela.
Rivera, M. (2003). Nombrar el mundo en femenino. Barcelona: Icaria.
Woolf, V. (1999). Tres guineas. España: Lumen Femenino.
Jeka, feminista y lesbiana. Ariana, hija de Cecilia y nieta de Zoila. Autoformada en el Feminismo Radical de la Diferencia con Andrea Franulic en Feministas Lúcidas desde el año 2014 a la fecha. Autodidacta en la música y
otras artes.