Genealogía de mujeres del Feminismo Radical de la Diferencia

*Dedicado a todas mis semejantas de Feministas Lúcidas, por ser cada una quien es, en su diferencia.

Dicen que las casualidades no existen, y me parece que eso le da más libertad al vivir. Cuándo iba yo a pensar que, al dar esa charla sobre feminismo radical en la Facultad de Beauchef de la Universidad de Chile, conoceríamos, con Jessica Gamboa, quien siempre me acompaña hace algunos años, a las jóvenes de ímpetu rebelde con las que luego formaríamos Feministas Lúcidas. Yo venía de una ruptura política brutal que había removido toda mi existencia de los últimos 16 años. No era ni la primera ni la última mujer que había vivido algo así en un grupo feminista; en efecto, uno de los aprendizajes importantes de toda esta vivencia tiene que ver con las dificultades que experimentamos cuando hacemos política juntas. Pero, al mismo tiempo, conocemos el placer de la relación entre mujeres y la experiencia única de sentirnos parte de la historia; no hay vuelta atrás para este deseo. Por eso, este encuentro con estas jóvenes y con otras que llegaron después, todas ávidas por saber del feminismo radical de la diferencia, para mí ha significado algo grande y hermoso.

Así, Feministas Lúcidas se formó el año 2014 como grupo de estudio o, como lo hemos denominado, coloquialmente, club de lectura. Cada 15 días nos reunimos, las tardes de sábado, en las casas que rotan según el ofrecimiento que surge en la semana, y las puertas siempre están abiertas para las mujeres que quieran llegar. Acompañadas, muchas veces, de comida vegana, leemos y conversamos lo leído sobre los escritos de las pensadoras del feminismo radical y de la diferencia. No solo dialogamos entre nosotras, sino también, con ellas. De esta manera, han despertado nuestras conciencias las palabras de Adrienne Rich, Virginia Woolf, Kate Millet, Audre Lorde, Sheyla Jeffreys, Carol Hanish, Carla Lonzi, Julieta Kirkwood, María Milagros Rivera Garretas, Christine de Pizán, las Mujeres de la Librería de Milán, Shulamith Firestone, las autónomas chilenas y latinoamericanas, Andrea Dworkin, entre tantas otras.

Nuestras reuniones forman parte de la política de las mujeres. Se trata de un hacer política que no tiene nada que ver con la política con poder (María Milagros Rivera, 2005) ni con el llamado a las grandes masas. A lo largo del tiempo, las mujeres se han reunido en pequeños grupos para pensar e intervenir en el mundo, descubrir a sus predecesoras, tomar conciencia y hablar a partir de sí mismas (María Milagros Rivera, 1994), generando transformaciones importantes en ellas y espacios de libertad a pesar de la jaula patriarcal. Por ejemplo, las mujeres del llamado Movimiento de las Preciosas abrían sus salones, durante el siglo XVII, para realizar tertulias políticas e intelectuales. De ellas, brotaron las ideas más brillantes que impulsaron, un siglo después, la Revolución Francesa (María Milagros Rivera, 2005). O antes, en la Baja Edad Media, hallamos el Movimiento de las Beguinas, conformado por pequeñas comunidades de mujeres célibes, que revolucionaron la espiritualidad en la Europa del siglo XI (María Milagros Rivera Garretas, 2014).

Mirando la historia reciente, vemos a las mujeres de los años setenta reuniéndose en los grupos de toma de conciencia, desde donde surge la genuina teoría feminista, esto es, un conocimiento amplio y profundo sobre nuestra experiencia como mujeres en la civilización patriarcal. Esta práctica política también se llevó a cabo en los países latinoamericanos durante las crudas dictaduras de la década de los ochenta. En Chile, Julieta Kirkwood impartió sus Feminarios en el Círculo de Estudios de la Mujer el año 1978. En 1984, formó, junto a Margarita Pisano y otras mujeres, la Casa de la Mujer La Morada, donde se efectuaron muchos talleres, conversatorios y cursos acerca de las necesidades y los deseos que nos mueven. A principio de los noventa, se organizó, en nuestros países, el feminismo autónomo en respuesta a la arrasadora institucionalización de los movimientos sociales. Las feministas autónomas, con exponentes como Sandra Lidid, Ximena Bedregal y otras, combinaron reflexión en el pequeño grupo y denuncia pública. En 1997, yo llegué a las charlas que Margarita Pisano convocaba, como feminista autónoma, en su casa del Barrio Bellavista, para hablar sobre historia de las mujeres, obligatoriedad del amor, autonomía política, maternidad, sexualidad y existencia lesbiana. En esta instancia, viví, entre otras venideras, mi primera toma de conciencia, que significó algo tan elemental, tan primario, como darme cuenta de que soy una mujer.

Este breve recorrido da cuenta de que somos parte de la historia o, con otras palabras, de una genealogía, que nos aclara que las libertades, las rebeldías y las ideas políticas de las mujeres no son expresiones aisladas de algunas pocas audaces y atrevidas, sino que nos las debemos unas a otras, siempre y cuando nos reconozcamos y nombremos como parte de un hilar histórico que es, a la vez, continuo y discontinuo, subterráneo y visible, frágil y firme, pero siempre presente, aunque sea como una ausencia, en nuestras vidas. Como dicen las autoras del Pensamiento de la Diferencia, la historia es una sola, como es uno solo el mundo, pero los sexos son dos. Por lo tanto, la historia de las mujeres es también la historia y no una que corre en paralelo ni, menos, de tipo compensatoria (María Milagros Rivera, 2005). Sin embargo, la Historia que asienta el conocimiento con poder, por ejemplo, en las escuelas y universidades, nos borra. Nuestra presencia en ella no existe o aparece de manera secundaria y, cuando surge protagónica, se debe a que los hombres han elegido a una u otra ‘mujer excepcional’ (Adrienne Rich, 2010), cuya vida tergiversan. Ocurre así, porque esta Historia está relatada desde la unilateralidad que instala el patriarcado como modo de pensamiento, o sea, desde el punto de vista de un solo sexo que se ha definido, a sí mismo, como todopoderoso.

Las mujeres hemos vivido bajo la sombra de esta aparente deshistorización. Más todavía, a partir de la modernidad, esto es, desde el siglo XVII en adelante, cuyo auge se expresa en los totalitarismos del siglo XX. Luego del silenciado ginocidio, conocido como la Caza de Brujas, que arrasa, principalmente, con la población femenina durante cuatro siglos (desde el XIV al XVII, aproximadamente), se impone, en la cultura occidental, el principio de la igualdad de los sexos. La consecuencia más vívida de todo esto es que nos quedamos, más que nunca, sin orden simbólico, esto quiere decir, sin palabras propias, encarnadas en una genealogía reconocible de mujeres, para darles sentido, significados y realidad a nuestras relaciones y experiencias: por más que miramos y buscamos alrededor, no nos encontramos en ninguna parte; chocamos con la imposibilidad de decir el mundo y decirnos a nosotras mismas, porque solo nos dejan a la mano la lengua androcéntrica, ajena, que nos enajena. (1).

Esta mudez existencial nos ha mantenido sujetas a las fantasías, los miedos y deseos de los hombres, encontrando, en las perversas proyecciones masculinas, referentes vacíos de memoria y pensamiento, de cuerpo y de lenguaje. Expresado de otra manera, no hallamos más que los estereotipos femeninos, codificados por el orden patriarcal (María Milagros Rivera, 1994). Y en resistencia u oposición a estos, se nos ofrece como única salida la homologación con los hombres: la trampa de la igualdad o la equidad, el gran triunfo de la era moderna, que le suma, insisto, más enajenación a nuestras vidas. Como dice Andrea Dworkin (1981: s/p): “Quiero sugerirles que comprometerse a lograr la equidad (…) con los hombres, es decir, a lograr una uniformidad (…) es comprometerse a volverse el rico en lugar de la pobre, el violador en lugar de la violada, el asesino en vez de la asesinada”.

¿Queremos seguir vagando, confusas, en medio de la oscuridad, la desesperación y una inseguridad sin nombre? ¿Deseamos continuar siendo incluidas en una civilización depredadora de todo lo vivo, nutriéndola con nuestras energías creativas? ¿Podemos vivir perpetuando la negación y el desprecio hacia nosotras mismas? Para dar fin a todo esto, el descubrimiento y la creación de orden simbólico, que no se puede separar de la recuperación genealógica, constituyen la política fundamental de las mujeres de este siglo; es la única manera que hemos encontrado, y que creemos posible, para decirles ¡basta! a la crueldad y violencia patriarcales. (1).

Las reflexiones que aquí desarrollo, así como las autoras que he nombrado, pertenecen a distintos enfoques epistemológicos del pensamiento feminista. Decir que el feminismo no es uno solo constituye, a estas alturas, un lugar común; aunque, para mí, el feminismo debiera tener un único desenlace: crear orden simbólico y una nueva cultura. Y este propósito lo encuentro en algunas expresiones del feminismo radical y de la diferencia. A la intersección de ambos, la he llamado feminismo radical de la diferencia (Margarita Pisano & Andrea Franulic, 2009). Ambos surgen en los grupos de toma de conciencia donde se escucha la voz de las mujeres, hablando en primera persona, a partir de sí mismas, en una lengua propia, la que el feminismo radical llamará ‘lengua común’ de las mujeres (Adrienne Rich en Mercedes Bengoechea, 1993), y el feminismo de la diferencia, ‘lengua materna’ (Luisa Muraro, 1994). Asimismo, el amor hacia las mujeres, junto al yo y al nosotras políticos, el feminismo radical lo sintetizará en el concepto de ‘experiencia común’ de las mujeres, mientras que el feminismo de la diferencia lo hará en la idea del ‘entre mujeres’ (María Milagros Rivera Garretas, 2001). Estos términos, tanto los referidos a la lengua como los que aluden a la relación entre mujeres, no guardan el mismo contenido entre ellos, pero comparten la necesidad imperiosa de establecer confianzas entre nosotras, tanto para vivir como para hacer política, en lugar de sanciones y competitividades malsanas, que constituyen la forma en que la ideología patriarcal interviene nuestros vínculos. (2).

Además, a esta fusión, la radicalidad aporta la agudeza del análisis, cuestionando la institucionalidad patriarcal desde sus fundamentos; y la diferencia, el desprendimiento necesario para no quedarnos enganchadas en la guerra contra el patriarcado y, así, ser libres para significar el sentido de ser mujeres, abandonando como punto de referencia a los hombres y su cultura. Cada feminismo es un contrapeso para el otro. De lo contrario, a medida de que cada uno se aleja, gradualmente, de esta intersección –hasta el punto de hallar manifestaciones que tergiversan sus sentidos genuinos–, aterriza en prácticas políticas que reponen las bases de la supremacía masculina. Por el lado de la radicalidad es más claro: un excesivo anclaje en el enemigo impide hacer feminismo sin tener, como fuerza centrípeta, al patriarcado, quedándonos en la sola denuncia y resistencia.

El sentido primario de la radicalidad de la diferencia descansa en la irreductibilidad de nuestra diferencia sexual, esto quiere decir, en el hecho evidente de que tenemos un cuerpo sexuado: un cuerpo sexuado en femenino, en nuestro caso. Este dato irreductible es radical, porque la palabra ‘radical’ significa etimológicamente ‘raíz’, lo que podemos interpretar como ‘origen’. Además, no se trata de un mero dato biológico, sino, principalmente, semiológico –o sea, que permite crear significados–, lo que implica que cuerpo y palabra son inseparables, como el aire que sirve tanto para respirar como para hablar. Expresado de otra forma, es con las palabras, que inseparables de nuestro cuerpo sexuado, le damos sentidos a la realidad, porque la especie humana es esencialmente animal simbólico, considerando que las palabras constituyen el símbolo más importante. Desde esta perspectiva, la diferencia sexual es riqueza para el mundo, porque cada sexo crea significados diversos desde sí, desde su propio cuerpo, el cual es obra exclusiva de nosotras las mujeres por nuestra capacidad, ejercida o no, de procrear. (3).

No obstante, este cuerpo se configura en una cultura matricida, mortífera, cuyos límites nefastos las feministas conocemos muy bien: la cultura patriarcal, planetaria y longeva, basada en la supremacía masculina, que proyecta la diferencia sexual femenina como una carencia, como un NO masculino. Es decir, nuestra diferencia es definida por una negación y absorbida como este límite negativo, que se transforma en la condición de existencia de lo masculino, en su complemento en la jerarquía, el que necesita para erigirse como el representante del género humano, el Hombre (Patrizia Violi, 1991). Y la feminidad nos es devuelta de manera tergiversada, o sea, deformada en un estereotipo, muy conveniente a los hombres, porque les sirve para borrar y despreciar nuestros aportes al mundo, al mismo tiempo que nos los usurpan. De esto se desprende el segundo sentido de la radicalidad de la diferencia, el cual consiste en recuperar la potencialidad y la presencia visible y verbalizada de nuestra diferencia sexual para crear orden simbólico y una nueva cultura, junto con situarnos más allá de la vigente, de sus ideologías, instituciones, valores y símbolos, porque la consideramos fracasada (Carla Lonzi, 1978). El fracaso se fundamenta, justamente, en que esconde la diferencia como principio existencial y valida la unilateralidad inclusiva, de la que solo puede resultar desequilibrio y poder.

En este espacio entre los dos conjuntos, el feminismo radical y el feminismo de la diferencia, coloco las reflexiones que configuran esta forma de vida (María Milagros Rivera Garretas, 2014). En coherencia con esta profundidad, la transformación pasa por descolonizarnos a nosotras mismas y nuestros modos de relacionarnos, en una continua revisión y autoconciencia, con errores y aciertos, con contradicciones y claridades, en busca más de la libertad que de la liberación, que se distinguen, al decir de María Milagros Rivera Garretas (2005: 29), porque la liberación “…trata de erradicar toda constricción histórica sufrida por un ser humano”. En cambio, la libertad consiste en “…la capacidad de transformar la relación con las constricciones históricas que una no puede o no quiere erradicar”. Yo busqué, durante mucho tiempo, la liberación, y no me fue muy bien. Hoy me interesa ser una mujer libre y no, precisamente, una mujer liberada.

El movimiento, entonces, va desde lo interior hacia lo exterior y desde abajo hacia arriba. Por esta razón, también nos hacemos funcionales al desastre civilizatorio si reproducimos, con orgullo, los estereotipos femeninos, diseñados para nosotras con los dispositivos de la literatura, el cine, la publicidad, la filosofía, las religiones, las ciencias, la pornografía, la estética y la moda, etc. La potencialidad de la diferencia sexual como principio de existencia conlleva, como afirma Carla Lonzi en 1970, que ningún individuo o grupo debe ser definido por otro individuo o grupo. De ahí que coincido con las pensadoras de la diferencia en la importancia de crear un sentido libre de ser mujeres (y mujeres lesbianas, agrego yo), abandonando a los hombres, sus ideologías y cultura como nuestro falso reflejo y complemento, y encontrando en las demás mujeres, conscientes de sí mismas, la mediación que necesitamos para que cada una sea quien quiera ser.

Las autoras de nuestra genealogía, que hoy presentamos –Carla Lonzi, Christine de Pizán, Virginia Woolf y Audre Lorde–, nos dan pistas para este sentido libre de ser mujeres, así como para la creación de otra cultura, que va de la mano con la creación de orden simbólico. A las cuatro pensadoras las situamos en la intersección, puesto que forman parte del feminismo radical de la diferencia: Carla Lonzi (1978) nos invita a aprovecharnos de nuestra diferencia, que se basa, nos dice, en haber estado ausentes del relato de la Historia con poder durante miles de años y, en concomitancia con esto, se pregunta cuántos siglos más nos demoraremos en liberarnos del nuevo yugo, que representa la búsqueda de la igualdad con los hombres, la deseada emancipación. Con otras palabras, la civilización patriarcal se ha construido a costa de nosotras y, frente a esto, ¿vamos a luchar para ser integradas, incluidas, en su deshumanización? O ¿nos aprovecharemos de esta extranjería radical, respecto de la historia con mayúscula, para crear otro tipo de relaciones más libre y feliz?

Christine de Pizán, en 1405, se libera de las opiniones masculinas para ser ella misma, confiando en lo que su cuerpo sexuado y su experiencia le comunican, fiándose en las demás mujeres, en una genealogía femenina, y no en el pre-juicio ajeno. Tal como Lonzi (1978) se da cuenta de que no estamos en la Historia, Pizán (2013) repara en que no existimos en la filosofía, y rechaza toda la tradición de pensamiento, puesto que todos los filósofos, tanto de la antigüedad como de la edad media, hablan mal de nosotras, esto es, sus planteamientos se sostienen en una misoginia recalcitrante. Por su parte, la poeta Audre Lorde (2003: 118) nos hereda la poderosa imagen de que “las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”. Por lo tanto, si nos quedamos con la igualdad y los derechos, con sus reglas del juego, para hacer política feminista, ni siquiera subvertimos el régimen social, al contrario, lo renovamos. Lo mismo sucede si analizamos el sistema desde la perspectiva de género, usada en la academia por el feminismo de la igualdad y también por el posfeminismo y el transfeminismo; o si intentamos generar cambios desde las ideologías de izquierda, que no abandonan la lucha dialéctica amo/esclavo, opresor/oprimido. Asimismo, si usamos las palabras androcéntricas para interpretar lo que vivimos, sobre todo, nuestros miedos y fantasmas, los que necesitamos sacar a la luz, es imposible con una lengua que, para nosotras, constituye el límite de la palabra y una invitación al silencio. En definitiva, todos estos aspectos están muy bien guardados en la caja de herramientas del amo.

Por último, Virginia Woolf, a principios del siglo XX, tiene muy claro que la sociedad es la sociedad de los hombres y que la experiencia de las mujeres en ella es muy diferente, y este hecho trasciende las clases sociales, las razas y las edades. La guerra, nos dice, es la expresión más horrorosamente fidedigna del tipo de sociedad que los hombres han construido y organizado. Las mujeres no tenemos nada que ver con este afán destructivo y competitivo, ni con sus condecoraciones, medallas y uniformes. Desea que las mujeres accedamos a la educación, a la que ella misma no pudo acceder, siendo hermana e hija de hombres educados –como a ella le gustaba decir–, pero no le interesa la educación de ellos que, justamente, prepara para la guerra, dada su lógica basada en jerarquías, grados y escalafones. Woolf (2016a) quiere que las mujeres, a partir de su anti-convencionalismo, inventen una nueva educación y, en definitiva, una nueva sociedad. Al meditar Virginia sobre sus antepasadas, expresa acertadamente este desdén por la institucionalidad masculina en la siguiente cita: “Y pensé en el órgano retumbando en la capilla, y en las puertas cerradas de la biblioteca y pensé qué desagradable sería quedarse fuera; y pensé que sería más desagradable quedarse adentro… (Woolf, 2016b: 35). Yo, con el mismo y sutil tono de sorna, digo: no, gracias.

Notas:

(1)   Para el desarrollo teórico en torno a la modernidad, la igualdad de los sexos, la pérdida de simbólico y el sentido actual de la política de las mujeres, ver Rivera, M. (1994). Nombrar el mundo en femenino. Barcelona: Icaria; y Rivera, M. (2005). La diferencia sexual en la historia. España: Universidad de Valencia.

(2)   Para el análisis de cómo la ideología, instituciones y estratagemas patriarcales intervienen los lazos entre mujeres, ver Rich, A. (2001). Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana. En A. Rich, Sangre, pan y poesía (pp. 41-87). Barcelona: Icaria.

(3)   Para los planteos en torno a la diferencia sexual, su irreductibilidad y potencia, y al cuerpo como obra de la madre, ver los desarrollos teóricos del Pensamiento de la Diferencia en general. En especial, Muraro, L. (1994). El orden simbólico de la madre. Madrid: Horas y Horas. Y Rivera, M. (1994). Nombrar el mundo en femenino. Barcelona: Icaria; también, Rivera, M. (2005). La diferencia sexual en la historia. España: Universidad de Valencia.

* Introducción a la Primera Charla de Feministas Lúcidas, 7 de octubre de 2017.

Referencias bibliográficas:

Bengoechea, M. (1993). Adrienne Rich: génesis y esbozo de su teoría lingüística. España: Ayuntamiento de Alcalá de Henares.

de Pizán, C. (2013). La ciudad de las damas. Madrid: Siruela.

Dworkin, A. (1981). Nuestra sangre (Our blood). Traducción no oficial del blog Maldita Femrad, 2017.

Lonzi, C. (1978). Escupamos sobre Hegel. Y otros escritos sobre liberación femenina. Buenos Aires: La pléyade.

Lorde, A. (2003). La hermana, la extranjera. Madrid: Horas y Horas.

Muraro, L. (1994). El orden simbólico de la madre. Madrid: Horas y Horas.

Pisano, M. & Franulic, A. (2009). Una historia fuera de la historia. Biografía política de Margarita Pisano. Santiago: Revolucionarias.

Rich, A. (2010). Sobre mentiras, secretos y silencios. Madrid: Horas y Horas.

Rivera, M. (1994). Nombrar el mundo en femenino. Barcelona: Icaria.

Rivera, M. (2001). Mujeres en relación. Barcelona: Icaria.

Rivera, M. (2005). La diferencia sexual en la historia. España: Universidad de Valencia.

Rivera, M. (2014). Teresa de Jesús. Madrid: Sabina.

Violi, P. (1991). El infinito singular. Madrid: Cátedra.

Woolf, V. (2016a). Tres Guineas. España: Debolsillo.

Woolf, V. (2016b). Un cuarto propio. España: Debolsillo.

 

 

 

 

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