La revuelta desbordada y la paz mediática

Por Fernando Franulic Depix
(22 de octubre de 2019)

La expansión del metro de Santiago aparece, generalmente en el discurso de los medios y de los políticos, como un símbolo de la integración social en la modernidad chilena, porque implica una cuota de “progreso” para las masas proletarias y emergentes al facilitar los trayectos por la ciudad, sin embargo, es un progreso que se debe pagar (y caro), incluso considerando las altas ganancias que obtiene esta empresa de transporte. En el neoliberalismo chileno, situado en la periferia del capitalismo global, la acción económica no solo se basa en la explotación de los recursos naturales, configurando un modelo primario exportador –lo que viene a ratificar la condición periférica de la economía–, sino que también se utilizan las maneras más ruines para continuar aumentando la tasa de ganancia de los grandes grupos económicos (nacionales y transnacionales): 30 pesos de alza del valor en el metro constituye un modo ruin de acrecentar la ganancia, puesto que se “estruja” hasta la última gota nacida del sudor por el trabajo de las y los proletarios y, por ende, de sus bolsillos desde siempre precarios.

Por donde se pueda, por todos los medios (esto es: sin merced), este capitalismo periférico busca el lucro, aunque sean estos medios rastreros y corruptos. Se podría indicar de que en todo el capitalismo del globo se da la misma lógica, sin duda puede ser así, pero aquí en la periferia la situación capitalista está dada por el total despojo social, es decir, por la expoliación económica y, también, por la expoliación de las identidades colectivas, por medio de la administración particularizada de la vida diaria y la gestión constante del consumo de las familias. Y esto sumado a la constante represión policial de las culturas alternativas que tratan de sobrevivir. En este contexto, el Estado ni siquiera es capaz de entregar un poco de arte de calidad, de asegurar una educación gratuita universal, de generar una convivencia social marcada por la cordialidad en las masas desposeídas.

En este sentido, la población sufre un usufructo constante de los productos de su trabajo, no solo de su trabajo remunerado, sino de todo su trabajo social: es el bajo salario, la previsión social privatizada, el alza constante de los servicios básicos, la destrucción de la ciudad a manos de la industria inmobiliaria, la devastación de los vínculos solidarios y barriales, entre otros. La población, entonces, queda privada de su creatividad vital, existencial, de su libertad del “alma” –lo que perfila el núcleo más ruin del sistema actual–, ya que lo único que alimenta esa creatividad proviene de la sociedad del espectáculo.

La vida social de las y los individuos populares es ocultada, no se muestra en sus signos auténticos, la sociedad del espectáculo produce una separación entre la realidad y la apariencia, el universo social es separado de su representación colectiva. Se produce, entonces, una distancia social e histórica. Por lo tanto, la apariencia de la realidad que presenta la televisión es una extirpación selectiva dentro del amplio espectro de experiencias sociales. Además, el discurso de los medios de comunicación presenta un doble juego: por un lado, proyecta las imágenes colectivas que ha extirpado para producir (o consensuar) el sentido común de la población; y por otro lado, sus hablas, dichos y opiniones responden a los criterios del gran capital, fue la acumulación de mercancías por parte del capital lo que generó la separación entre la realidad y la imagen, porque era tanto su nivel de poderío económico que proyectó una disociación entre la mercancía y su imagen como espectáculo.            

En las últimas dos décadas, una serie de protestas y de movilizaciones han tenido lugar en la sociedad chilena. El problema de estas movilizaciones respondería a que, finalmente, constituyeron movimientos sociales. Primero, fue la llamada “rebelión de los pingüinos” (2006), un conjunto de protestas callejeras y de tomas de liceos de parte de las y los estudiantes secundarios: jóvenes que veían un futuro incierto en sus vidas, un futuro que solo prometía deudas universitarias, deudas hipotecarias, etc. Posterior al movimiento “pingüino”, las movilizaciones sociales de las y los jóvenes han implicado un intento poderoso de ruptura respecto al destino colectivo que les impone la sociedad capitalista. Segundo, ocurrió el movimiento de la educación gratuita y de calidad (2011), con multitudinarias marchas y masivas tomas de liceos y de universidades, esta movilización tenía un formato más “clásico”, vale decir, con dirigentes y con organizaciones que encauzaban a las multitudes de jóvenes. Y tercero, en el último tiempo (2018) irrumpió la nombrada “revolución feminista”, donde mujeres jóvenes realizaron protestas y otros actos de desacato, además de tomas de universidades, cuyo objetivo central era acabar con las prácticas patriarcales en su conjunto: el abuso del poder masculino fue puesto en cuestión, buscando esta movilización de mujeres una alternativa que transformase el orden androcéntrico.   

Estos tres grandes fenómenos colectivos consiguieron resultados parciales en sus búsquedas políticas, básicamente porque una gran parte de sus dirigentes y dirigentas decidieron entrar al sistema institucional de representación política, para desde allí ejercer la discusión ideológica y la lucha política. En vez de crear instituciones autónomas que mantuvieran vivos los proyectos del movimiento social, decidieron seguir la vía legal de formar partidos políticos o de proyectar su trabajo en los ya existentes.

En cambio, la movilización social que se inició el 18 de octubre de 2019 –cuya acción inicial fue una evasión masiva del pago en el metro durante dicha semana por parte, en su mayoría, de mujeres estudiantas– tiene un carácter diferente, ya que no se trata de unas simples protestas o de un movimiento articulado a través de marchas: es una revuelta social. Una revuelta social se halla a medio camino entre el motín popular y la rebelión social: es la más enigmática de las formas del levantamiento social. Un motín popular es una serie de hechos contra la autoridad de un determinado lugar o contra alguna medida política específica, en tanto que una rebelión social posee la marca histórica de un acontecimiento social y político que pretende un cambio de algunas estructuras de la sociedad, quedando a un paso de la revolución que vendría a ser la concreción articulada y relativamente coherente de los cambios estructurales. En este contexto, la revuelta social es un tipo de levantamiento popular –en este caso, tiene un carácter pluriclasista–, es decir, un alzamiento colectivo de la población contra el orden social en su globalidad, la revuelta es un fenómeno que va más allá del simple motín, y está siempre a poca distancia de la transformación en una rebelión global: la revuelta social es un levantamiento de la población, pero efectuado de un modo descentrado.

La revuelta social que lleva en Chile menos de una semana, tiene dos especificidades que le entregan sus bordes: por un lado, existe en la población un rechazo generalizado al sistema de mercado con sus expoliaciones ruines y al sistema político-institucional con sus consensos arbitrarios y sus actos corruptos; y por otro lado, la revuelta posee una multiplicidad  de focos y de voces, esto quiere decir que las actuaciones colectivas se desperdigan por la ciudad, tienen frentes diversos y estrategias no siempre equivalentes, además las voces múltiples implican una complejidad ideológica, no se hallan postulados únicos, no se hallan voces más autorizadas que otras. Si estos constituyen los bordes de la revuelta es claro que se trata de un acontecimiento histórico descentrado, difícil de asir para las autoridades cuestionadas, más aún cuando se considera los desbordes de la revuelta: me refiero a los saqueos, incendios y otros actos de pillaje. Toda revuelta comienza a tener unos límites desbordados cuando la desigualdad socioeconómica de la estructura societal es muy fuerte, esto no avala la violencia, sin embargo, la violencia también debe ser explicada, y esto tiene relación con la violencia de la exclusión social, entonces, existe una violencia, por así decirlo, “originaria”, la que ha provenido no solo del usufructo económico en el contexto de la exclusión (algo sumamente pesado de soportar), y a la sociedad del espectáculo que impone una objetivación constante sobre los excluidos: es la folclorización de una parte de la ciudadanía. Yo no quiero una revuelta violenta, pero esta manifestación tiene luz y sombra, tiene bordes y desbordes.

Frente a esta revuelta social, el gobierno decretó el mismo 18 de octubre “estado de emergencia” en Santiago (después en regiones), lo que significa que el orden público debía estar garantizado por las Fuerzas Armadas y las Policías. Al día siguiente, se decretó el toque de queda. Es primera vez que en democracia que se da una situación de este tipo. Tanto el gobierno de derecha como los medios de comunicación, han tratado de formar una opinión pública que se rebele a su vez frente a la revuelta, y han logrado un éxito relativo, o más bien magro. El discurso de los medios, que ya sabemos que responde al gran capital, ha tenido dos vertientes: primero, el postulado del caos público que viene a resaltar los efectos de la movilización en la vida cotidiana de la gente común y corriente, gente que quiere (o debe) trabajar (y no alzarse), gentes y familias que ven alteradas toda su existencia en la urbe; y segundo, el postulado de la guerra social que aparece claro con los militares en las calles y con los discursos del Presidente de la República, y que los medios vienen a reificar mostrando, de una forma sensacionalista, a los vecinos armados en contra de los saqueadores.

Muchos políticos (diputados y senadores) comienzan a hablar de un “nuevo pacto social”: ¿de qué se trata esta idea? ¿De realizar una mesa de diálogo? ¿De efectuar una serie de cabildos ciudadanos? ¿De proponer una “agenda” de desarrollo social o una “agenda” de unidad nacional? ¿O vamos a hablar en serio, sin esas instancias recicladas del pasado y sin ese léxico de la tecnocracia neoliberal?: nueva constitución, fin de la seguridad social privada, término de la salud segregada, acceso universal a una educación gratuita, entre otras cuestiones. Pero, soterradamente la imagen de la sociedad que se busca mostrar es, justamente, aquella que logra la paz social, que sería entonces una paz mediática: volver al orden público, lo que quiere decir que cada grupo social vuelva a su espacio designado, y volver a la propiedad, es decir, a la división reiterativa de capital y trabajo. Cuando los medios de comunicación muestren al Chile neoliberal en su formación social genuina, se habrá cumplido la paz mediática, por medio de la fuerza desmedida de los agentes del orden y de la doxa servicial de los medios, con sus “rostros” que ganan millones, con sus caras y caretas que rastrean la posibilidad de aquel hipócrita pacto nuevo, asunto que les dará más beneficio en el espectáculo. No sabemos cómo continuará este levantamiento, espero que triunfemos, sin embargo, si se logra la paz mediática, estas luchas quedarán señaladas en la historia política y, sobre todo, restarán guardadas en la memoria de la furia colectiva.

 

 

Para Cecilia Muñoz Zúñiga,

Antropóloga de las fronteras                     

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Volver arriba