FEMINISMOS ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA1
Feminisms between peace and war
Dora Barrancos
(UBA/UNQ/CONICET)
Resumen: El trabajo examina las posiciones tomadas por las feministas europeas durante la Primera Guerra Mundial, circunstancia que dividió aguas entre las pacifistas y las belicistas. Las mujeres a favor de la paz realizaron en 1915 el Congreso Internacional de la Haya que solicitó el inmediato fin de la contienda. También se reunieron en Berna, Suiza, las pacifistas de la social democracia, en oposición a sus compañeros varones, que votaron los créditos de guerra en donde eran representantes. La guerra fracturó al feminismo que sólo pudo recomponerse a propósito de la demanda de derechos después de 1918. El trabajo analiza también el pensamiento de Virginia Woolf contra la guerra en Tres guineas, obra en la que responsabiliza al patriarcado pero señala la connivencia que suelen poner en evidencia las propias mujeres.
Palabras claves: Feminismo europeo; Belicismo; Pacifismo; Virginia Woolf
En abril de 2015 se cumplió el centenario del Congreso Internacional por la Paz que reunió a cientos de mujeres en La Haya para reclamar el fin de la contienda, y también en 2015 se cumplieron cien años de la reunión contra la guerra que hicieron las mujeres socialistas en Berna, a contrapelo de muchos compañeros de la social democracia que no estaban de acuerdo con este encuentro. Me propongo revisitar las dramáticas circunstancias de la guerra y sus repercusiones en las filas feministas, los enfrentamientos habidos entre sus adherentes, los disensos profundos que separaron a las militantes, con el propósito principal de disuadir cualquier construcción representacional destinada a consagrar el pacifismo inmanente de la condición femenina. Aunque la crítica feminista ha sido muy incisiva respecto a desarraigar completamente el “ideal femenino” cimentado en la perspectiva de las conductas morigeradoras de los conflictos, se encuentran voces que han inclinado la balanza de los valores éticos del cuidado como inherentes a las mujeres (Gilligan, 1985), y en el campo historiográfico no faltan abordajes que proponen la predisposición conciliatoria de los grupos femeninos (Aguado, 1999).
El feminismo, surgido a mediados del XIX, había forjado un camino tan internacionalista como el de las nacientes organizaciones del proletariado, de modo que los aprestos bélicos -que ya se insinuaban en las últimas décadas de ese siglo-, motivaron manifestaciones pacifistas por parte de no pocas militantes. Se ha sostenido que la primera agrupación de mujeres por la paz surgió en Ginebra en 1868 (Ubric Rabaneda y Martínez Martínez, 2015:192) y piénsese en el difundido alegato de Bertha von Suttner con su célebre Abajo las armas! de 1889. Los congresos feministas de inicios del XX a veces plantearon la necesidad de hacer votos por la paz, y parecía haber existido una sensibilidad común de las diversas cuencas feministas acerca de esta posición, en verdad una noción más atribuida que propiamente constatada en las manifestaciones de la época. Resultaba un “dato natural”, y por lo tanto indubitable, que las mujeres se opusieran a las guerras porque estaba en su irrenunciable “naturaleza maternal”, y puede recorrerse la miríada de ensayos aparecidos sobre esta condición cardinal femenina, comenzando por la que subrayó el propio feminismo de la época. Como escribía una destacada militante feminista pacifista, Crystal Eastman a otra igualmente destacada feminista, Jane Addams – que en 1931 recibiera el Premio Nobel de la Paz, compartido con Nicholas Murray Butler:
As mothers or potential mothers, women have a more intimate sense of the value of human life (…) therefore (…) there can be more meaning and passion in the determination of a women’s organization to end war than in an organization of men and women with the same aim” (Gordon, 1990:624).
El maternalismo constituyó una clave en la agenda de los feminismos, un término que vinculaba centralmente la demanda de prorrogativas. La perspectiva de la injusticia ondeaba sobre la falta de reconocimiento a la dignidad del maternaje. Y vale la pena recordar al notable sociólogo, probablemente uno de los más amigos de la causa femenina a inicios del XX, Georg Simmel que veía en la mujer el auténtico reposo del ser metafísico por su ínsita condición de reproductora. Simmel aseguraba:
De las mujeres podría decirse que viven en cierto sentido más, que deben tener una vida más concentrada y disponible que los hombres porque han de proveer con ella también al hijo (…) Se trata para ella (…), no de una oposición entre proceso y resultado o idea, sino de la vida, en un sentido tan unitario que no se disgrega en proceso y resultado” (Simmel, 1999:94-95)
Nuestro autor pensaba que las mujeres “representaban el fondo de las cosas”, y no vacilaba en sostener
que descansan inconmovibles y profundamente inmersas en la última instancia de su propio ser, y que precisamente por esto y en esta medida el fondo de la existencia como tal, la unidad secreta, incognoscible, de la vida y del mundo, es su propio fundamento” (Simmel, 1999: 110).
Era el diferencial del “sentido materno” lo que confería a las mujeres la “unidad de la existencia”, circunstancia que las hacía menos “históricas”, esto es, menos proclives a los cambios epocales que los varones. Eran las depositarias por lo tanto del sentido de lo absoluto, y por esa circunstancia revelaban una axiología que se sustraía al paso del tiempo pues la sustancia valorativa era trans-temporal. Las consecuencias acerca del deber de conservación de la paz que les competía resultan bien imaginables. Y aunque hubo un notable cambio de agenda entre la “primera ola” feminista y la iniciada a mediados del siglo pasado, ya que medió una alteración completa del antiguo esencialismo ontológico conferido a las mujeres, tal como señaló Linda Rennie Forcey – una destacada especialista en estas cuestiones –, el pacifismo pareció ser un punto compartido por la humanidad femenina:
“The connection between women and peace is ancient; peace is often symbolized as the mother, the preserver of life, the angel in the house” (Forcey, 1991:332).
Cuando Simmel escribía su ensayo en 1911, los fragores de la guerra ya se auscultaban. Las feministas inscribían con más fuerza los reclamos de equiparación civil y política, aunque abundaban las divisiones sobre todo en torno de la estrategia de la reivindicación. Sólo a título de ejemplo recordaré lo que ocurría en Inglaterra en donde de modo incisivo las cuestiones de metodología de la acción enfrentaban a los dos grupos principales encabezados por singulares militantes. De un lado se encontraba Emmeline Pankhurst a quien secundaban, entre otras, sus hijas Christabel y Sylvia, aguerridas militantes por los derechos políticos femeninos, fundadoras del WSPU (Women’s Social and Political Union), grupo que se tornó célebre por la radicalidad de las medidas de acción directa. Recordaré que eran conocidas como las sufraggetes – con cierta ironía – y que sus características temerarias a menudo también fastidiaban a muchas feministas. Fueron célebres sus enfrentamientos con la policía, los atentados que produjeron – tales como los incendios en estaciones ferroviarias y hasta alguna bomba que estalló en la acera de la casa del Ministro David Lloyd George, originando repetidas detenciones de las líderes. No puede omitirse que su metodología – nada comedida con el orden inglés-, incluyó la inmolación de la joven militante Emily Davison quien se arrojó a las patas del caballo del rey en el Derby de 1913.
De otro lado se congregaban las militantes que rodeaban a figuras como Lydia Becker y Millicent Garrett Fawcett – una de las primeras mujeres que escribió sobre economía – y que sostuvieron el NWSS (National Union of Women’s Suffrage Societies). El estilo de su acción era completamente contrapuesto, y también había algunas diferencias sociales, pues Emmeline representaba a los estratos medios de las mujeres inglesas y Millicent pertenecía a una familia más acaudalada. La estrategia fundamental que guiaba a las moderadas de la NWSS consistía en convencer paulatinamente a la sociedad y al poder político acerca de la justicia de la igualdad entre los sexos, se identificaron como adherentes suffragists y en todo caso deseaban diferenciarse de las alborotadas conductas del otro bando. Esperaban obtener derechos mediante la adhesión por parte de los representantes parlamentarios, y sus propósitos, que vinculaban a casi quinientas organizaciones con alrededor de 60 mil adherentes, estaban enmarcados en las reglas de la persuasión y el convencimiento.
Pero cuando estalló la guerra en 1914, ambas mujeres coincidieron. Parecía inaudito que Emmeline, que siempre había contestado al orden patriarcal inglés y protestado contra sus formas represivas, y que había adherido al naciente Partido Laborista, ahora se pusiera a favor de los impulsos nacionales bélicos. Millicent, que compartía los valores liberales y decididamente maternalistas, no dudó en defender el derecho británico a la contienda. En la vereda de enfrente se situaron las voces de pacifistas como Mary Sheepshanks, que no vacilaba en decir que la guerra era “una completa auto inmolación”, una “masacre devastadora” (Offen, 2000:258), y de Mary Sargent Florence quien escribió un texto emblemático con Charles Ogden –un amigo de la causa de la liberación femenina – Militarism versus Feminism: An Enquiry and a Policy Demonstrating that Militarism involves the Subjection of Women, en 1915. Para los autores, el feminismo debía ser pacifista, no cabía otra postura. No obstante, y tal como ocurría con Panckhurst y Garret Fawcett, no faltaban las militantes que apoyaban a sus países en la decisión de la Primera Guerra, tal lo que ocurría con las líderes de la BDF – la Federación de Asociaciones de Mujeres Alemanas – que pedían que las mujeres secundaran a Alemania en la contienda. Una situación particular se vivió en Francia donde la mayoría de las feministas renunciaron a su discurso internacionalista y adoptaron una “retórica nacionalista y patriótica en el marco de una cultura de guerra”2. Algunas figuras fueron emblemáticas como Marguerite Durand, Cécile Brunschvicg y Jane Misme quien el 19 de diciembre de 1914, declaró: “Mientras dure la guerra, la mujer del enemigo será también el enemigo” (Albistur y Armogathe, 1977:370). Las feministas francesas de la UFSF (Unión francesa para el Sufragio de las Mujeres) y del CNFF (Comité Nacional de Mujeres francesas) consideraban la guerra como una “causa sagrada” en contra de “la barbarie y del militarismo prusiano”. Llamaban a sus compatriotas a ser “sembradoras de valentía” y a “no debilitar el sentido del deber”3.
Como puede observarse, aunque algunas feministas parecieron converger con sentimientos y proclamas antibélicas, fracciones importantes, o mejor dicho, las representantes destacadas de dichas fracciones, tomaron la posición nacionalista de justificar la guerra y no cambiaron de idea aun cuando los enfrentamientos incrementaron su brutalidad, ocasionando la muerte de miles y miles de jóvenes. De modo que cuando las feministas pacifistas decidieron reunirse en La Haya, ni la airada Emmeline ni la más contenida Millicent, estuvieron presentes. Hubo notables dificultades para cruzar el Canal de la Mancha ya que las autoridades había prohibido la asistencia a la Conferencia – no se otorgaban pasaportes – y se establecieron severos controles para impedir los traslados. Esta circunstancia explica que aunque las inscriptas inglesas llegaron a cerca de doscientas, sólo un muy escaso número acudió a la Conferencia. No obstante, Inglaterra estuvo entre los países aliados que menor severidad tuvo en la expedición de pasaportes. Entre las representantes de Gran Bretaña se destacaron la matemática escocesa Crystal Macmillan – la primera mujer a egresar de la Universidad de Edimburgo, y debe subrayarse la rara especialidad para una mujer en el periodo –, y Kathleen D’Olier Courtney (Liddington, 1991: 96), ambas militantes de la NWSS. Pareciera que el número de pacifistas fue mayor en este grupo, y que hubo mayor concentración de militantes contra la guerra en Gales y Escocia.
Pero no sólo las inglesas tuvieron dificultades para asistir a La Haya, ya que en todas las fronteras europeas – y en algunas con más saña que en Gran Bretaña- hubo impedimentos, pero finalmente más de mil quinientas mujeres arribaron a los Países Bajos para reclamar por la paz. Un párrafo aparte merecen Jane Addams – quien había fundado el Partido de Mujeres por la Paz en EEUU y que fue electa Presidenta del Congreso -, la holandesa Aletta Jacobs, la germana Anita Augspurg, la belga Eugénie Hamer, la húngara Rosita Schwimmer. Las francesas pacifistas no pudieron llegar a La Haya debido a que no pudieron obtener sus visas. Aletta Jacobs sostuvo en la inauguración:
Se ha afirmado (…) que deberíamos haber limitado nuestro programa a una mera protesta contra la guerra y que la reclamación del voto para las mujeres estaban fuera de lugar en el programa de una conferencia de paz. Sin embargo, las que hemos convocado este congreso nunca lo hemos llamado un Congreso de paz sino un Congreso Internacional de mujeres reunidas para protestar contra la guerra y para sugerir pasos que pueden conducir a que la guerra sea imposible.”4
Las cuestiones centrales abordadas por el Primer Congreso de La Haya fueron la condición femenina y la guerra, los principios para asegurar una paz permanente, la cooperación Internacional y la educación de la infancia como un presupuesto para crear sociedades pacíficas. Se propuso que los países neutrales gestionaran el inmediato arbitraje mediante una conferencia internacional y que se escuchara especialmente a las mujeres que debían reunirse en una conferencia “ad hoc”. Se resolvió que las medidas adoptadas se hicieran saber a todos los países, contendientes y no contendientes, y especialmente al Presidente Wilson, de los Estados Unidos, y se ha sostenido que el documento de La Haya inspiró bastante sus posiciones al terminar la guerra (Magallón, 2006). La síntesis de las declaraciones del centenario Congreso se sustenta en la idea de que era esencial erradicar la violencia entre las naciones, como había que erradicarla en las propias sociedades, y que la justicia era prometedora de la paz, siendo esencial igualar a las mujeres con los varones.
En marzo de 1915, un poco antes del congreso de La Haya, las mujeres socialistas contrarias a la guerra se convocaron en el territorio neutral de Suiza, en Berna. Debe recordarse que en 1907 habían fundado en Stuggart la “Internacional de Mujeres socialistas”, gracias especialmente a la tarea de Clara Zetkin. Frente a la declaración de la guerra, como es bien sabido, las fracciones dirigentes de los partidos socialdemócratas de los países beligerantes coincidieron en la dramática decisión de abandonar la neutralidad y apoyar a sus respectivos países. Fue el golpe de gracia para la II Internacional. Resultaba pasmoso que los principales líderes alemanes, franceses, belgas, adhirieran a las posiciones de cada uno de su gobiernos, que votaran créditos para auxiliar en la guerra –como fue el caso de los representantes alemanes–, o se incorporaran a los gabinetes de sus respectivos gobiernos en orden a cerrar filas nacionales. El caso austríaco fue, además, muy dramático en términos personales para el destacado dirigente Victor Adler. Sus posiciones a favor de la guerra lo enfrentaron con su propio hijo, Friedrich, quien en 1916 terminó asesinando al Primer Ministro de su país, el Conde Karl von Stürgkh5. Pero buena parte de las mujeres socialistas se opusieron a sus respectivos partidos y de modo desafiante se reunieron en Suiza. Clara Zetkin, había arengado en la reunión de la Internacional Socialista en Basilea, en 1912, acerca del significado temible de la guerra, véase:
Mujeres socialistas de todos los países, en unión inseparable con la Internacional Socialista, combatan contra la guerra. La guerra moderna significa destrucción masiva y matanza masiva. Pero la guerra sólo es la extensión de la matanza masiva que el capitalismo desata cada hora de cada día contra los proletarios. Año tras año, cientos de miles de víctimas caen en el campo de batalla laboral de las naciones capitalistas desarrolladas, muchas más que en cualquier guerra. Entre esas víctimas, las mujeres son un número cada vez mayor. La guerra es sólo la explotación masiva más alocada por medio del capitalismo. Son los hijos de los proletarios quienes deben enfrentarse, matarse entre sí. Las mujeres y las madres deploran ese crimen y no sólo porque mutila los cuerpos de sus propios familiares, sino también porque destruye las almas. La guerra amenaza con todo los que las madres enseñan a sus hijos sobre la solidaridad y la comunidad internacional. Las mujeres pueden instilar en sus hijos profundos sentimientos contra la guerra, pero esto no significa que las mujeres no quieran hacer sacrificios. Ellas saben que es necesario luchar y morir en la lucha por la libertad. La lucha contra la guerra, y la lucha por la libertad, no pueden librarse sin las mujeres”.6
Frente al estallido de la contienda, se impuso entre las socialistas llevar adelante el encuentro de Berna. La propia Clara Zetkin – con el auxilio de Rosa Luxemburgo, Luise Saumoneau, Alejandra Kollontay entre otras líderes – sostuvo aquel congreso sorteando muchas adversidades (Evans, 1976). Piénsese que ninguno de los países litigantes otorgaba visas para estas reuniones y que la mayoría de los líderes socialdemócratas justificaban a sus respectivos países en el ingreso a la guerra. Aun así, se encontraron alrededor de setenta mujeres de diversas latitudes y su lema central puede encontrarse en la frase “guerra a la guerra” (Offen, 2000: 258). Su declaración volvía sobre las relaciones entre el capitalismo y el belicismo y reclamaba a todas las mujeres oponerse al flagelo que atrasaría la liberación del proletariado y de ellas mismas.
Entre las pacifistas francesas, además de la enérgica Saumoneau, ocupa un lugar prominente Marie Verone, cuya saga a favor de la paz le trajo numerosas contrariedades, pero seguramente no tanto como ocurrió con su compatriota Hélène Brion, tal vez un símbolo de los empeños a favor de la paz. Brion estaba lejos de congraciarse siquiera con los sindicalistas – aunque el sindicalismo francés fue uno de los más resistentes a la guerra, y que en su calidad de maestra, estaba afiliada a la CGT. Brion sentía que su posición feminista debía significar inexcusablemente una adhesión antibélica, tal lo que proclamaba en un folleto que vio la luz en 1916, La voie féministe, donde reprochaba a los partidos políticos y al propio sindicalismo estar muy lejos de comprender la verdadera situación de las mujeres en el hogar y en el trabajo. Hélène exhibía especial bizarría al vestir ropas masculinas, lo que aumentaba la desconfianza contra su persona, y corrió la especie de que su pacifismo era en verdad una treta para esconder que era una espía al servicio de los alemanes. Fue arrestada en 1917 – se ha dicho que su caso pudo representar la segunda versión Dreyfus (Albistur et Armogathe, 1977:363) -, condenada a tres años de presión y exonerada de sus funciones en el magisterio, al que sólo pudo regresar en 1925.
Más tarde que las mujeres, se reunieron los socialistas opositores a la guerra, y también se están cumpliendo cien años de ese acontecimiento. Ya he dicho que el flagelo fue un antes y un después para los principios de la internacional socialista. El mismo Lenin estuvo presente en la Conferencia que se celebró nuevamente en la neutral Suiza, en Zimmerwald en septiembre de 1915 y que fue el germen de la III Internacional. Fueron muy pocos los asistentes; los representantes británicos, por ejemplo, no consiguieron sus pasaportes. Sólo se registró un total de 42 delegados entre los que hubo algunas mujeres, tal el caso de Angélica Balabanova (rusa residente en Italia que fue representando a este país) – y pacifistas como los franceses Alfred Merrheim – líder de los metalúrgicos -, y Albert Bourderon, los alemanes George Ledebour y Adolf Hoffmann, y el italiano Oddino Morgari. Debe recordarse que el socialismo italiano fue bastante excepcional pues la mayoría de sus líderes se pronunciaron contra la guerra, y entre los que sostenían esta posición se encuentra Benito Mussolini a la sazón adherente. No faltaron representantes de Holanda, Suecia, Noruega, Rusia (de todas las fuerzas contestatarias importantes), Polonia, Rumania, Bulgaria y del Bund judío (Cole, 1974: 36-37). Se ha sostenido que Lenin tuvo un papel muy importante en la declaración que atribuyó la
culpa de la guerra a los gobiernos capitalistas reaccionarios y a los que los apoyaban, denunciando la apostasía de los socialistas probelicistas en los países beligerantes, y terminando con la demanda de una paz sin anexiones ni indemnizaciones, y con un llamado a los trabajadores de todo el mundo a unirse “por encima de las fronteras, los campos de batalla y las ciudades” (Cole, 1974:38)
Hacia 1919, finalmente se originó la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Women’s International League for Peace and Freedom, WILPF), por la que había bregado el encuentro de La Haya. Y también en mayo de 1919 hubo una Segundo Congreso Internacional de mujeres por la paz, esta vez en Zurich, cuando ya se entreveían las tremendas consecuencias de Versalles y los estados perdedores se preparaban para desgajar territorios, contraer deudas e hipotecar el futuro que no parecía ser otro que el de una nueva contienda.
Casi una década más tarde de estos acontecimientos la notable escritora Virginia Woolf publicó “Tres guineas”. No sólo realizó un brillante análisis de crítica cultural –tal vez uno de los más importantes relativos a la sociedad inglesa-, sino que fue una de las más contundentes contribuciones relacionadas con la responsabilidad política del orden patriarcal por las contiendas bélicas. Recordaré que la autora ordena el desarrollo del texto en torno de la presunta oferta de un caballero que se dispone a retribuir con tres guineas –moneda de oro que salió de circulación en 1971-, para resolver la cuestión de cómo pueden evitarse las guerras. El libro de Woolf presenta una saga de argumentaciones todavía notables, una punzante incisión en las vísceras del sistema patriarcal y capitalista, y lo es especialmente por el contexto de la escritura. Aunque el libro llevó mucho tiempo y se originó en una conferencia en la National Association for Woman en 1931, no puede dejar de pensarse en que se publicó en 1938, cuando ya las bombas del Tercer Reich caían sobre Inglaterra, y que Virginia estaba casada con el judío Leonardo Woolf. El libro, que resultó muy poco confortable para la época por su contenido y por su estilo mordaz, es anticipatorio de la actual historiografía sobre las mujeres. Sorprenden sus hallazgos históricos, y no hay duda del empecinado rigor que Woolf empleó para cuestionar la supremacía masculina y la discriminación histórica de las mujeres. En el juego de la retribución de las guineas para resolver la cuestión de la guerra, la primera se ofrecerá para reconstruir el sistema educativo de los varones, aunque también de las mujeres. Las clases altas – en donde se sitúan “los hombres con educación” – de especial referencia en el texto – han instituido la histórica contabilidad del FEA, el “fondo de educación de Arthur”, denegando la posibilidad de educarse a las mujeres de la familia. Se trata en verdad de la articulación yuxtapuesta de poder económico, político y cultural masculino. Pero la educación que han recibido los varones no sólo no asegura la libertad, sino que no registra ni un gesto “de aborrecimiento de la guerra”, más bien todo lo contrario, es la responsable de que las haya, por lo que hay que reconstruir todo el sistema educativo, asegurándose otro “joven y pobre”, “que no tenga capillas”. En el nuevo sistema:
No se enseñarán las artes de dominar el prójimo, ni las artes de mandar, de matar, de adquirir capitales y tierras. Esas artes exigen demasiados gastos generales, salarios, uniformes y ceremonias (…) Debería enseñar las artes de la humana relación; el arte de comprender la vida y la mente del prójimo, y las artes menores del habla, el vestir, la cocina que están aliadas con las anteriores (…) Deberá explorar las sendas mediante las cuales el cuerpo y la mente pueden cooperar” (Woolf, 2015:67).
Si los varones gozaban de todos los usufructos sociales, las jóvenes inglesas fueron educadas para casarse en condición sumisa, tal su principal destino. Hay pues sinergia entre el dominio patriarcal, la educación que lo perpetúa, el acatamiento por parte de las mujeres, y la guerra, que si es formulada por los varones que gobiernan, atrapa a las mujeres y gracias a esa influencia inconsciente – dice Woolf – se la favorece. Porque aún la guerra – como ocurrió en 1914 – aparece como una manera de ser considerada públicamente. ¿De qué otro modo puede explicarse que “las hijas de los hombres educados” hayan acudido presurosas a asistir los heridos, trabajar en tareas impensables y hasta convencer a “los hombres jóvenes de que luchar era heroico”? He aquí un orden concomitante que conduce al belicismo de las congéneres, “conscientemente” –dice Woolf– “deseaban nuestro espléndido imperio; inconscientemente, nuestra espléndida guerra”. Esa primera guinea es entonces para reconstruir el sistema educativo, base de la cadena cultural que conduce a la guerra.
La segunda guinea se ofrece en torno de la necesaria profesionalización de las mujeres. La única arma que pueden tener contra la potestad patriarcal es “tener ingresos independientes”, y conseguir igual retribución. No vacila en colocar bis a bis las declaraciones de líderes nazifascistas con las de los conspicuos liberales en lo que concierne a la común idea de que el lugar de las mujeres es el hogar, el principio compartido de la esencial diferenciación de los sexos. La cuestión del derecho al trabajo femenino es fundamental en las tesis de Woolf – su libro antecesor, Un cuarto propio puede ofrecerse como una muestra de uno de los más importantes combates en torno de esa prerrogativa -, y nuevamente reflexiona acerca de la contribución fundamental para la liberación femenina. Es decisivo obtener una profesión, pero la profesionalidad no puede inducir a lo que es propio de los varones, al individualismo y la competición, fenómenos en los que cifra una amenaza para la paz. Al otorgar la segunda guinea para evitar la guerra, advierte:
Debe jurar usted que hará cuanto pueda para exigir que toda mujer que ingrese a una profesión de modo alguno pondrá obstáculos para impedir que otro ser humano, hombre o mujer, blanco o negro, siempre y cuando esté capacitado para dicha profesión, ingrese en ella, sino que al contrario hará cuanto pueda para ayudarle” (Woolf, 2015:117).
Su alegato recuerda a las congéneres que no sólo se trata de obtener el desempeño deseado en el mercado laboral, sino de las condiciones capitalistas de ese desempeño:
A nuestra espalda tenemos el sistema patriarcal, el hogar con su inanidad, su inmoralidad, su hipocresía, su servilismo. Ante nosotras tenemos el mundo de la vida pública, el sistema profesional, con su carácter absorbente, sus celos, su competitividad, su codicia. El primero nos encierra como esclavas en un harén; el segundo nos obliga a dar vueltas y vueltas como la oruga con la cabeza junto a la cola, alrededor del morral, del sagrado árbol de la propiedad” (Woolf, 2015:129).
La autora realiza una especie de auto de fe acerca de la profesionalidad de las mujeres con trazos exigentes, entre los cuales está conseguir experticie, denunciar las práctica de abuso o tiranía, renunciar a aspirar a grandes retribuciones, rechazar los honores superfluos, analizar cómo se usan los bienes públicos y privados con especial ejercicio de supervisión sobre lo que se enseña en las escuelas y en los púlpitos – y dedicó muchas páginas a cuestionar el apartamiento de las mujeres de las funciones sacerdotales. De modo que las mujeres deben profesionalizarse y no abandonar la posición crítica:
“Al criticar la educación, contribuirán a crear una sociedad más civilizada que protegiera de la cultura y la libertad individual. Al criticar la religión, intentarían liberar el espíritu religioso de su servidumbre (…) (Woolf 2015:198).
El alegato de Woolf incluye un pasaje notable sobre la prostitución, sin que la mencione:
“No debería ser difícil trasmutar el viejo ideal de la castidad del cuerpo en un nuevo ideal de castidad mental: afirmar que si estaba mal vender el cuerpo a cambio de dinero, es mucho peor vender la mente a cambio de dinero (…)( Woolf 2015:127).
La oferta de la tercera guinea – tal vez un capítulo central del libro – da por descontado de que impedir la guerra y asegurar la paz duradera supone “la protección de los derechos del individuo, la oposición a los regímenes dictatoriales, la defensa de los ideales democráticos, la igualdad de oportunidades para todos” (Woolf, 2015:154). Pero el foco está puesto en cómo disuadir a las congéneres de cualquier aprestamiento en sintonía con la guerra, en llevarlas a eludir cualquier compromiso bélico. En verdad, la población femenina, debido a la exclusión, podría constituir una asociación que irónicamente podría llamarse “Las de afuera”. Punzaré sólo algunos párrafos, e invito a pensar que Woolf escribía mientras Inglaterra enfrentaba al nazismo y que hubiera podido justificar la contienda hasta en su condición de casada con un judío:
Cuando él diga, como demuestra que ha dicho la historia y probablemente vuelva a decir: “Yo lucho para proteger nuestro país”, y busque de esa manera encender en ella el sentimiento patriótico, ella tendrá que preguntarse: “¿Qué significa “nuestro país”, que soy “de afuera”? Para responder a esa pregunta, analizará el significado que “patriotismo” tiene para ella. Se informará acerca de la situación de su sexo y de su clase en el pasado. Se informará a acerca de la cantidad de tierra, riqueza y propiedad que su sexo y su clase posee en la actualidad: ¿Cuánto “de Inglaterra” le pertenece en realidad? (…) Se informará acerca de la protección legal que le otorgaron las leyes en el pasado y que le otorgan en la actualidad. Y si él agrega que “lucha para proteger el cuerpo de ella”, ella reflexionará acerca del grado de protección física del que goza actualmente cuando las palabras “PRECAUCIONES ANTE UN ATAQUE AEREO” están escritas en las paredes. Y si él aduce que lucha para proteger a Inglaterra del dominio extranjero, ella reflexionará que para ella no existen los extranjeros pues la ley hace de ella una extranjera si se casa con uno” (Woolf, 2015:164).
No puede eludirse considerar el patetismo de la reivindicación de la lucha patriótica que exigían los varones ingleses – como ocurría en todas las sociedades contendientes – a quienes habían sido excluidas del estado de ciudadanía. Por lo tanto su alegato destinado a las mujeres inglesas valía para cualquier mujer del orbe. Véase
Se dará cuenta que no tiene ningún motivo bueno para pedirle a su hermano que luche para proteger “nuestro” país. “Nuestro país” – dirá ella – durante la mayor parte de su historia me ha tratado como a una esclava, me ha negado la educación y cualquier forma de participación en sus ventajas. “Nuestro país” deja de ser mío si me caso con un extranjero (…) Por lo tanto si ustedes insisten en sostener que luchan para protegerme, a mí o a“nuestro país”, con seriedad y racionalidad, aclararemos que no luchan para satisfacer mis instintos, ni para protegerme a mí, o a ”mi país”, sino para satisfacer un instinto sexual que yo no comparto, para procurarse beneficios de los que yo nunca participé, y de los que probablemente nunca participaré. Porque la verdad – dirá “la de afuera” – es que como mujer yo no tengo país. Como mujer, no quiero ningún país, como mujer mi país es el mundo entero” (Woolf, 2015:265 – 266).
Virginia Woolf ocupó la cabecera de la retórica antipatriarcal y pacifista de su tiempo, y no le escapó que no bastaba la liberación de las mujeres, sino una alteración completa de la cultura individualista y egoísta, que no se trataba de sustituir al amo, sino de encarar la construcción de una sociedad nueva que si estaba basaba en la autonomía, no podía escindirse de la solidaridad.
Conclusiones
Me propuse desarrollar, con la evocación de los congresos pacifistas femeninos de hace un siglo, que la expectativa sobre la ínsita no agresividad del modelo construido patriarcalmente para las mujeres, está muy lejos de tener asidero habida cuenta que esos congresos significaron una solicitud particular para que aquellas fueran efectivamente agentes de paz. El feminismo tuvo una grave fisura con la Gran Guerra, como ocurrió con el socialismo internacionalista. Hubo una gran cantidad de feministas que detuvieron sus demandas y fueron arietes belicistas en sus propios países, y aunque entre las mujeres socialistas hubo resistencias a emular la conducta de los líderes – ganados por el nacionalismo bélico-, tampoco pudieron constituir una corriente expresiva, aunque es evidente que 1914 fue un parte aguas, y que la radicalidad del socialismo ingresó a nuevas vertientes a causa de la guerra y, desde luego, del triunfo de la Revolución Rusa en 1917. Nada más inapropiado que asegurar que la “naturaleza” de las mujeres propende al entendimiento y la reconciliación, de ahí el alegato de Virginia Woolf en el texto analizado, y en todo caso – como esa gran voz enunció en uno de los peores momentos de la historia del siglo XX, – la guerra es el resultado de las condiciones competitivas y excluyentes de determinados grupos, proyectados como necesidades del estado-nación. Entraña lógicas patriarcales, pero la subordinación femenina no ha cesado de ser coadyuvante. No pocas mujeres, representando el nacionalismo encarnado por los países de la órbita occidental en el siglo pasado, estuvieron en las antípodas del ideal cooperativo y solidario, de la justicia social que reclamaba Woolf, y forjaron el espejo del espíritu bélico que caracterizaba a los patriarcas ingleses que tan agudamente describió en Tres guineas. Debe pensarse que los feminismos quedaron divididos por la correntada mortífera de la guerra y que pudieron restañarse las heridas a propósito de la gran retomada de las acciones a favor de los derechos, justamente cuando las mujeres pudieron constatar que habían valido muy poco sus esfuerzos durante la contienda pues debían desocupar los trabajos al regreso de los varones. Terminada la guerra volvieron a agudizarse las voces que proclamaban la igualdad jurídica y el estado de ciudadanía, y al calor de esas demandas pudieron opacarse las diferencias entre pacifistas y belicistas. Es muy probable que las organizaciones feministas hayan aprendido las duras lecciones del pasado, aunque es muy difícil pedirle lecciones a la Historia.
Notas
1 Este texto forma parte de la conferencia brindada por la autora en el XVII Congreso Colombiano de Historia, bajo el lema “La paz en perspectiva histórica”, Bogotá, 5-7 de octubre de 2015, organizado por la Academia Colombiana de Historia y la Asociación Colombiana de Historiadores.
2www.conesud.com/…/El_feminismo_en_Francia_durante_la_Pr0imera Guerra.
3www.conesud.com/…/El_feminismo_en_Francia_durante_la_Primera Guerra.
4www.seipaz.org/documentos/2014WILPF.pdf.
5 Fue notable su alegato a favor de la paz, al momento de ejercer la defensa. Fue condenado a muerte pero luego se modificó la pena y finalmente fue liberado por la revolución de 1918. En el juicio dijo: “Ahora vemos en esta guerra que el movimiento obrero se ha desviado de este viejo principio y que los socialdemócratas han adoptado el modo imperialista de pensamiento, y estamos defendiendo un programa en el que no defienden el alemán Estado -que nacional correspondería con la defensa nacional de los franceses y los belgas, pero la integridad del Imperio alemán, incluyendo hasta sus colonias.(…)Los socialdemócratas sacrificaron el carácter internacional de su movimiento al apoyar abiertamente una política de poder y valores estratégicos (…)Ha habido socialdemócratas que han ido tan lejos como para entregarse a la política desvergonzada de la conquista de una burguesía imperialista(…)La causa socialista, siempre he mantenido, es mucho mayor que cualquier formación del estado temporal, y por lo tanto hay que negarse a transigir o comprometer a su destino por una identidad íntima con el destino de una nación, un error que se cometió en el pasado”.
6http://www.socintwomen.org.uk/es/history.html.
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Recibido: 15-03-2016
Aceptado: 25-03-2016
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